miércoles, 28 de mayo de 2008

Ouch

Pisando el palito me convertí en una asesina.
Duele, duele el mascullón, bestia.
Peor sería hincar.
No creas, el mascullón puede ser letal.
Sucede que la piel, cuando arde, se vuelve indistinta. Toda pica.
Pero no por eso un mascullón en mí.
Es que te confundí, en mi delirio, con una araña marica.

sábado, 24 de mayo de 2008

Cobarde

El que sigue es un breve texto que no habla de hombres. A mujerquedicelaverdad también le pasan cosas, más allá de ellos. Cortito, desde adentro.

Algún día tuve un sueño al que creí arte.
Pero fue flaco.
Me flaqueó.
Algunas noches de duermevela,
corro con los brazos para adelante y la boca abierta,
en un intento desesperado por agarrar.
Y se va, se va -espalda al aire y ojos más allá-.
Por favor, perdóname, no me dejes acá,
ya no puedo soportar.
Vení conmigo, dice, y pone un fajo de dinero sobre las sábanas.
Tenés que pagar.
Y yo quién soy sin riqueza, pregunto al azar.
Justamente es a ella a quién tenés que encontrar.
Cuándo fue, que alguien me diga en qué momento,
Me dejé invadir por el susurro Babylon y su voz me sedó.
Cuándo pasó.
Que me dormí.
Ahora aplaudo cerrado al vacío y empujo una entraña al sillón.
Tiene ruedas el sillón y no camina.
Y aunque cada día tengo menos, me pesa más.
Sin mi cobardía, tal vez, podría estar corriendo a su par.
Aunque sé que otra de mis cobardías es creer en que, justamente, soy una cobarde.

lunes, 19 de mayo de 2008

Nada de nada de nada

Mi ánimo apestaba. No había nada en ese momento que quisiera más que dormir. Pero antes de llegar a la cama, todavía debía pasar unas horas por el Unico de San Isidro. Me iba a encontrar con una amiga que, por segunda vez en menos de un año, había sido dejada. “Tendré aspecto lésbico”, preguntó por teléfono y, acto inmediato, dijo: “Por suerte hace unos meses me levanté a un pibe obsesivo, sino estaría complicada”. La justificación era muestra suficiente de que en ese momento estaba parada frente al espejo, pintándose la boca, poniendo cara de perra y tratando de eliminar cualquier presencia sospechosa de masculinidad en su ser. Tuve que ir al rescate.
Salí de trabajar y fui hasta Retiro. Viajaba en hora pico, es decir: parada, incomoda, con calor, apretada, agarrada de un caño oxidado, sintiendo olores , inspeccionando caras, y –lo asumo- jugando a elegir al más lindo del vagón. Esto último, al menos, me entretenía e incluso, si el susodicho ganador quedaba cerca mío, era capaz salvar los 30 minutos de aburrimiento que me separaban de la estación de destino.
Pero ese día no había nadie interesante. Ninguna mercadería digna de ser observada. Me paré en medio de los asientos, me agarré del caño y apoyé mi cabeza sobre el antebrazo alzado. Cerré los ojos para descansar, como pude.
Estaba en medio de una conversación con mi hombre preferido (que, claro, no sabe que lo es). Soñaba que nos encontrábamos en la calle, de casualidad, y que yo me animaba a decirle que realmente me gustaba, me intrigaba, que lo quería llevar a la cama, descubrir su piel, esa que intuyo debe tener temperatura de siesta perpetua; él me contestaba que su casa estaba disponible, limpita y con una heladera repleta de cerezas para jugar. Me preguntaba si podía ser su bandeja.
En eso estaba -fantaseando con una situación que haré realidad en cuanto me disponga a trabajar fino-, cuando una voz impostada me distrajo.
“Me dijo que era muy loco lo que nos pasaba. Que no era cosa de todos los días. Que lo pensara. Que realmente era algo distinto y que valía la pena jugarse. Que teníamos que vernos, encontrarnos y sentirnos. Dijo tantas cosas. No sé, también, en un momento me dijo que hacía mucho tiempo que no pensaba tanto en alguien. Y que eso era por algo. Que cree que es la primera vez que se enamora, que a partir de mí se había dado cuenta de lo que era verdaderamente el amor”.
Uf. Quise interrumpir a la estúpida que hablaba con voz de estúpida, decirle que no le creyera, que era mentira, que no fuera pelotuda y se diera cuenta. Que a lo sumo y en el mejor de los casos, todo ese sentimiento que el chico le expresaba era real pero momentáneo. Y ya. Después se pasa, se borra, fush, vuela, desaparece. El amor, di Giorgio, el amor no es perpetuo.
Y no es que me interesara su historia. Claramente no me quería parecer a ella que usaba zapatos tipo mocasín acharolados. Lo que me mató fue escuchar, en boca de una mujer, todo lo que me habían estado diciendo a mí hasta hacía muy poco tiempo. Hasta antes de que ese mismo ser parlante me dejara, bolso en mano y llanto en piel, así, así nomás. “Como se abandonan los zapatos viejos”, diría Joaco.
Pobre, pensé. Todavía no sabe que ese verso lo venden, barato, baratísimo, en la librería de la esquina. Se llama “Manual de conquista 1” y viene con un tomo de regalo, llamado “Lección de un histeriqueo eficaz” que empieza diciendo algo así como que cuando estás a un paso de la boca, debés morder el aire, y cuando espiás por la ventana, tenés que bajarte a tocar timbre.
En definitiva, esa chica me angustió. Yo que andaba planificando –en medio de mi duermevela andante- un encuentro sexual, tuve que soportar el relato agitado de una mujer con ojos brillosos, que estaba enamoradíiiiiisima. Pero no la juzgo, eh. Realmente estuve así: hecha una tarda, creyéndome todo cuanto me decían y poco más que empeñando mis órganos a futuro, por si él tenía un accidente. Pensé en sacar lo positivo del viaje y me dije: “Por suerte eso ya fue. Ahora me puedo encamar con quien se me antoje, sin tener que trabajar después para que el carro ande”.
Llegué al Unico y mi amiga todavía no estaba. “Me traes una pinta, por favor, y quisiera también un poco de queso y jamón crudo”, le pedí al chico que estaba detrás de la barra que me miró seductor. Mordí mis labios por lo obvio de la situación y giré. Saqué un cigarrillo de la cartera y como no tenía fuego se lo pedí al chico, que todavía no había traido la cerveza.
Llegó mi amiga y le conté de la chica del tren. Para cuando estaba en la parte en que contaba que él decía que era la primera vez que se enamoraba (por Dios, eso lo dicen todos), necesité mi cigarrillo encendido. Y volví a pedirle fuego al chico, que a esa altura había traído los vasos y todavía le faltaba el jamón.
-Te acordás del fuego, por favor.
-Ay, sí, perdóname-, repuso.
-Está bien, me imaginé que no me habías escuchado, por eso te lo volví a pedir, perdoname vos la insistencia-, le dije, intentando ser solamente amable.
-Te escuché, pero creo que no presté atención. Ya te doy.
La frase me quedó picando y avancé. Saqué del bolso el tomo adjunto del manual de conquista. Y le dije:
-Que feo. Era mejor que no me hubieras escuchado.
Lo miré a los ojos, sonreí a medias y levanté una ceja.
-No me reproches, por favor, que todavía no soy tu novio.
Todavía. Había dicho todavía y consiguió abrir mi sonrisa totalmente. El siguió:
- Pero si regalás esas sonrisas, sabé que me encantaría serlo.
La noche terminó de madrugada. Mi amiga recibió el llamado del chico en cuestión que finalmente cayó en el bar y la entretuvo. En tanto, el barman y yo conversamos de cerca. El habló mucho y lindo y me hizo reir. Yo lo besé. "Gracias, gracias". Pero que conste, que conste en actas, blogs y memorias, que no le creí nada de nada de nada. "De nada", me dijo.

jueves, 8 de mayo de 2008

Delante de las paredes

Hay calles que quisiera que dejen de existir. En Buenos Aires, hay espacios que me estorban. Y me apena, porque son lindos lugares. Hay que empezar a discriminar los sitios en los que uno siente amor. Después pasa esto, cuando uno no ama, cuando sólo es libre: tiene que hacer esfuerzo por recordar quién es.

martes, 6 de mayo de 2008

Supe que existe un hombre así

Pocas cosas tenía claras en aquel momento. La experiencia latente de un hombre abandonándome, sin explicación ni motivo aparente –sumado a las tantísimas relaciones de diversa intensidad que previamente había tenido-, me habían dado (yo creía) una profunda sabiduría en cuestiones amatorias. Como un cliché que las mujeres repetimos hasta el hartazgo, una actitud que las amigas suelen boicotear por considerarla – justamente- la típica, yo había conseguido que un viejo affaire me invitara a dormir. Confiada en mi sapiencia, pensaba que las actitudes típicas, recurrentes, emergentes, esas que cuando terminan se ven sucedidas por un acto que avisa “ahí voy yo de nuevo”, no estaban necesariamente mal. Y así, avalada por mí, me lancé a la no aventura.
Acababa de terminar una relación algo posesiva y, dentro de mi bastión de terreno por recuperar, clasificaba el volver a creer en mis ideas. Y si en ese momento sentía que hacer lo que sale siempre igual no estaba mal –pensé-, pues entonces no había para mi sexo nada mejor que acostarme con un hombre al que apenas conocía, con quien había estado y sólo estado algunos años atrás. Cuatro, cinco o seis veces. No más. Lo contacté a través de Internet. La ventana de conversación se cerró y a las pocas horas estabamos él y yo parados en la misma esquina.
Una cosa me llamó la atención esa noche. Y voy directamente a lo que me llamó la atención porque considero que no vale la pena contar el reencuentro, ya que careció de todo valor romántico y emotivo; ni siquiera estaba nerviosa. Simplemente nos encontramos: “Hola, qué tal estos últimos años y los anteriores, de los que tampoco sé nada”. No importó. Recalamos en su casa, una cabaña de cemento y paja. Había un altillo, sobre él un colchón, y sobre él lo hicimos. Fue sexo concreto. Del bueno que no descolla.
Hubo un detalle aquella noche de otoño pesada, sumamente significativo. No me sorprendió tanto el tamaño de su pene como el hecho de que me hubiera olvidado de él. ¿Cómo mis amigas tampoco me lo recordaron? Será que nunca se los había contado. Dudé. Mientras se sacudía sobre mi cuerpo y yo, claramente, pensaba en la teoría de lo que estaba ocurriendo y no en convocar un posible orgasmo que me tranquilizara la neurosis que me hacía fumar 20 cigarrillos diarios, imaginé un hombre al que podía crecerle el miembro-poder cinco centímetros por año. Sin dudas. Eso no era lo de antes. Sino, significaba que yo era –hacía ese tiempo- una absoluta desinformada que creyó que eso era lo normal.
En fin. El tamaño de los penes –que siempre viene al caso- será motivo de otra reflexión. Lo concreto, lo que importa ahora, es lo que pasó después.
Las almas románticas no consiguen librarse de su ilusión. La fantasía, en cuestiones amorosas, es la condena máxima: la ruta directa a la prisión. Y yo, sabia como andaba por esos días, le puse primero un cross a mi dulzura a boca de urna, pero de a poco la caja de cartón se fue reestableciendo, como esas esponjas que se pueden apretar con furia y en una danza árabe vuelven a su forma original. El era un hombre tierno, de esos que te acarician la espalda y te besan la boca despacio; esos “varones ninfómanas” que te penetran mirándote a los ojos, sin hablar. Que generan que vos –yo, en este caso, la idiota- sientas que lo amás. Que estás enamorada. Que querés decir te amo, te necesito, haceme tuya, amame siempre, te deseo, sos hermoso, te quiero como mi hombre. Ese cliché que jamás de los jamases se puede repetir. Lo digo convencida: está prohibido exteriorizar esa sarta de sentimientos en ese momento. Porque son absolutos, pero también momentáneos. Duran la miradita a los ojos, la penetración, el gemido y, después, cuando el pito se sale, la cosa se menea y vos estiras las piernas y cerrás los ojos para disfrutar del post orgasmo, querés comértelos, deglutirlos enteros y salir - ya, ahora, ya ya ya- a tomar un vino con tus amigas para contarles del tamaño soberbio que puede adoptar un hombre en su apogeo.
La cosa es que yo, la sabia, la que estaba segura de que no volvería a derramar una sóla palabra de más ni a entregar un solo gesto, hablé. Sí. Lo dije todo. No me pude contener y pronuncié las siguientes palabras: “Me generás un enamoramiento absoluto”. Lo hice una vez más. ¿Cómo fue que si quería estar sóla, dije –pito adentro, pierna doblada, sudor en la espalda mediante- que me e-na-mo-ra-ba la forma en que me miraba. Todavía tengo sabiduría que adquirir. O peor: a mí persona por leccionar. Por suerte nada es vano. Nunca nada. Lo que pasó inmediatamente después de mi escupitajo de emociones me regaló otro aprendizaje. Lloró. El lloró y yo quedé shokeada. No dije nada. El lloró con lágrimas que rodaron y yo ese día supe que existen hombres más sensibles que yo.

Largaron las mujeres

Nuestros nombres no importan. Por otro lado, tampoco seríamos tan lanzadas de abrir nuestra intimidad -esa con la que salimos todos los días a pasear al Siberiano y saludamos al almacenero de la esquina que vio perfecta la transición entre la pollera escolar y el tacón quebrado en el asfalto-, en un blog de acceso irrestricto.
Acá no cuentan los propios. Valen los ajenos. Y a esos extra que pasaron por nuestro set, les decimos gracias. Cumplido el formalismo y lavadas las culpas, los vamos a usar de fuente de información. No teman, manejamos un código: sus nombres tampoco serán develados.
A partir de aquí, el que quiera hablar, que diga. Pero, por favor, que sea directo, cortito y emboque en el ángulo.
Nos presentamos como mujeres al límite de su personalidad. Queremos saber de ustedes como caricaturas que exacerban el estereotipo, mujeres modelo XXI, sinceras y sin vueltas. Algo que más de un rodeo drive debería empezar a considerar, si es que no se quiere bajar de este tren que, parece, es de la generación de los bala. Bienvenidos a Mujer Que Dice La Verdad. No es mi espacio: es el de las mujeres al frente.