Qué quedó del romanticismo. Qué quedó de los amantes decididos a conquistar el tiempo de su pretendida. Qué quedó, digo, dónde está la búsqueda del beso pasional, del ojo en el cuerpo, del retrato verbal de cartas que jamás existirán más que en el aire, soplando a tientas a un ombligo ovillándose de nervios, embriagado de ilusión. Dónde quedaron las palabras de amor, esas que no venían seguidas de ninguna justificación.
Quise buscarlas. Dije: voy a encontrar. Me vestí con mi ropa más sensual, peiné mi pelo hacia atrás y me convencí de que, como hasta hace muy poco tiempo, tengo capacidad de amar y gracias a ella entiendo el idioma sentimental.
Bajé las escaleras de mi casa envuelta en una sensación de paz. Estaba decidida y creía en mi luz para conseguir lo que deseaba. Tenía la dirección anotada, el pulso cargado y la absoluta convicción de que apretando los nervios y arrinconando mis pensamientos más modernos, podría volver a temblar, a llorar con la garganta ante la presencia de palabras de amor.
Había cambiado de cartas. Pensaba en lo aburrido que sería todo si no me permitía conmoverme con la melodía que habla de sensaciones reales, momentáneas, absolutas y ganadoras.
Abrí la puerta y salí.
Sin dudas, mi camino de esa tarde carecía de escolleras. Crucé la avenida, doblé una cuadra y cuando la tuve cerca, cuando se apareció frente a mí, levanté el mentón, tragué saliva, inflé la panza y sonreí, a medias, como con picardía, como sabiendo lo que hacía y viéndome desde fuera, orgullosa de mí. A los pocos segundos, que parecieron horas, ella estaba erguida frente a mí. La miré fijo y sin dudar un segundo, me zambullí en su interior.
Entré en un espacio de paz del que no quise salir, y no salí, sino hasta dos horas después.
En la sección de Clásicos encontré lo que buscaba. Ana Karenina me apasionó hasta la médula. Me deleité con las palabras de Vronsky; imaginé que susurraba por mí, cerca de mí, deseos que sólo un Conde varonil, pasional y seguro de sí sabe expresar.
Grité: "Gracias, literatura, gracias". Porque ahora, mujeres, en el siglo XXI, las palabras románticas no existen y la cosa viene así de complicada (voy a recurrir nuevamente a la línea de diálogo para graficar):
-Me gustás bastante.
- Ah.
-No te asustes.
-Eh.
-Es que, ¿sabés lo que me pasa? Quiero verte, pienso en vos cuando estoy en lindos lugares, en conversaciones interesantes, en momentos de placer.
-Oh.
-Sé que no es el momento ideal. Por todo, viste, por mi ex, la casa, el perro, el guardarropa que se me estalló... Pero no puedo evitar este riesgo.
-Ay.
-Sí, es una locura, lo sé. No puedo dejar de llamarte.
-No lo hagas.
-¿Que no haga qué cosa?
- Eso. Que no dejes de llamar. Me gusta que me llames.
-¿Ah, sí?
-Sí, mucho. Lo espero cada día.
-Qué bien.
-Sos el primer hombre que se cruza en mi vida y que me importa después de mi separación, perdoname que haga esta confesión.
-No. Sos muy dulce. Pero es difícil. Vamos a ir tranquilos, disfrutando de alguna cena, de nuestros cuerpos. Ninguno está en condiciones de afrontar nada.
-Muero por nuestros cuerpos.
- Sí. Qué buena nuestra conexión.
-Y dormir con vos. Me gusta dormir con vos.
-Sí, sí. Nos transpiramos.
- No siento rechazo. Cuando terminamos de hacer el amor, puedo quedarme en tus brazos. Eso no es común, me gusta tu olor, tu piel…
-Shh. No digas más. Vos no te preocupes. Yo no voy a perseguirte. Disfrutemos de encontrarnos con otros, veámonos, seamos libres, y cojamos, cojamos mucho que nos sale bárbaro.
- Eh, sí, claro, eh, eso mismo decía yo. Seamos libres y sí, claro, cojamos también.
-Qué bueno que estemos en la misma sintonía.
-Totalmente.
-Te mando un beso, eh. Hablamos.
-Dale.
Tu tu tu tu tu…
A ver. Me encanta esto de la convicción, la liberad, el juego, la independencia y la amplia gama de susodichos para arañar sin prejuicio.
Pero quiero hacer una observación. Quiero decir que nos convertimos (todos nos convertimos, ellos, nosotras) en unos expertos del gataflorismo moderno. Esto es: somos libres, no damos vueltas para encamarnos, entregar el cuerpo y demostrarle a quien nos gusta, que verdaderamente nos gusta. Sin rodeos ni histeria.
Pero toda esa limpieza con que nos manejamos en un principio, después del segundo o tal vez tercer encuentro, se abre como una ostra y desde adentro aparece una gran medusa zigzagueante que no hace más que justificar el acercamiento, repeler las palabras ajenas y aparecer entregado cuando del otro lado el tiempo aparece agotando.
Y vuelve a empezar. La cosa marcha un poco, más encuentros, mejor piel: más justificaciones, más alejamiento.
Son las reglas. Y estarán bien. MQDLV solamente quiere decir que ama la no histeria pero aplaude ante la bella conquista. Y que, decididamente, vota porque esa misma ausencia de rodeos siga cuando aparece el primer “te quiero”, el abrazo más fuerte, o una sostenida y dudosa mirada en pleno acto sexual.
O nos hacemos cargo de que pasa –sin que eso implique inmediatamente una nona los domingos- o nos borramos el circuito. Sino, esto que se viene va a ser muy, muy, muy aburrido. Y previsible. Que sea dicho, mierda.