lunes, 27 de octubre de 2008

El Plan

Aquella mañana abrí los ojos y repasé el plan. Caminé hasta la cocina, abrí la heladera y busqué la jarra con jugo. Llené un vaso y volví a la cama.

Me senté a su lado, le besé la frente.

-Buen día ¿Querés tostadas?
-Yo las hago -me devolvió la gentileza.
-Bueno, prefiero unas galletitas con dulce. Mientras que las preparás, me voy a bañar.

Me contuve de contarle el plan. Tenía ganas de decirle que tenía todo preparado, que íbamos a estar bien, que todo se iba a aclarar. Pero no lo entendería, jamás podría y –sabía, lo sabía- sus palabras podían confundirme, entorpecer mis razonamientos. Y si algo no necesitaba en ese momento era que él disuadiera aquella convicción que tanto tiempo me había llevado elaborar.

Disfruté del efecto del chorro de agua masajeándome el cuello sin apuro. Presté atención a los detalles: los azulejos estaban sucios y pensé que jamás los iba a limpiar. Al rato, entró con la excusa de que el desayuno estaba listo y me pidió, como al pasar, que saliera del agua, que tenía que prepararse para ir a trabajar. Aunque me enojó la interrupción no le dije nada; preferí obviar el capricho, me envolví en una bata y fui directo a la cocina.

Rozó mis labios con los suyos y se despidió con rapidez. Una vez sola, me vi envuelta por esa contradicción, por esa cobardía que necesita de la mediocridad que se muestra seductora, que dice “para qué, quedate acá, tranquila, mirá un poco de tele, sentate, no hagas nada que en paz y sin desafíos se vive mejor”.

Pero no me perdí. Hice fuerza por bloquear mis razonamientos. Cualquier contacto con el mundo podía destruir mi idea de liberación. Así fue que apagué la radio, cerré las ventanas. No estaba dispuesta a perder la convicción.

No tendí la cama. Tampoco me cepillé los dientes y salí. Caminé cinco cuadras reparando en el olor del barrio que hasta en otoño era primaveral. El sol me hacía transpirar; las manos me temblaban, las tenía frías, pegajosas; la mirada se me iba entre la nube de mis pensamientos y la panza apretaba mis pulmones, sentía.

Tenía a pocos metros, a una patada corta de distancia, el cambio sustancial. Y qué iba a hacer después. Aquella era mi histeria desde hacía meses, mi historia, mi móvil, mi tiempo. Qué pasaría luego, cómo serían mis días una vez finalizado el plan.

Por suerte, el pensamiento a futuro que puso en riesgo mi decisión se apagó a los pocos minutos, cuando doblé en la esquina y la vi. Estaba linda, impecable. Y yo la odiaba por eso.

Necesitaba saber qué tenía, porqué él la elegía, porqué podía reírse con ella como ni siquiera lo había hecho conmigo al principio de nuestra relación; qué había en su piel que conseguía rebotar en mi cama –esa inmoral- en mi propia cama sin que a él le generara el menor de los juicios de consciencia. Nada. Los mensajes por la noche, las risas comprimidas en el pasillo de entrada al departamento y yo detrás de la puerta, escuchando todo, todas sus palabras de deseo y rebelión.

- ¿Cómo estás?
- Estoy bien -dijo buscando lo raro, el motivo por el cual yo, la mujer del hombre con que se acostaba, estaba prada frente a ella.
- ¿Podemos hablar? -pregunté.
- Decime.
- ¿Puedo entrar? -señalé la puerta de su casa que estaba entornada.

Pasé delante de ella. La felicité por el buen gusto de la decoración y le pedí un café. Caminó hasta la cocina y yo la miré, desde el comedor, analizándola, buscándole un defecto –por favor, algo-. Pero no encontré nada.

En silencio, quedó de espaldas. Tomó azúcar, café instantáneo y los mezcló en una taza. No dije nada, no encontré palabras para empezar y sabía que tampoco hacía falta argumentara mi presencia, tan descarada.

Simplemente me acerqué hasta ella, despacio, deslizando mis pies para que no me escuchara, con las manos temblando dentro de los bolsillos de mi buzo.

-No me gusta el azúcar –le susurré al oído. Volcó la taza y se dio vuelta bruscamente. Tenía miedo, ella tenía mucho miedo. Pero ni siquiera el pánico que le despertaba mi cercanía le hacía justicia al sufrimiento que ellos me generaban desde hacía tanto tiempo.

Intentó irse para atrás pero chocó contra la mesada. Se tomó del mármol con sus dos manos y me miró a los ojos. No dije nada; sostuve la mirada en la suya durante el tiempo que pude, que fue poco. No aguantaba más, no sosportaba tenerla a esa distancia, frente a mí y lo hice: le mostré mi lengua recorriendo mis labios, con mis manos busqué su pelo, la acaricié. Ella respiró hondo y yo la agarré del brazo llevándola hasta mí. Me quité el buzo y mi remera, los apoyé en el piso y volví a incorporarme frotando mi cuerpo contra el suyo. Nuestros labios se rozaron con suavidad, ella acarició mi nuca y dijo algo que no pude entender, pero oír su voz me erizó la piel.

Las respiraciones empezaron a dibujar una métrica que nuestros cuerpos acompañaron con sacudones. La punta de sus pechos se clavó en los míos y, suave, me quitó el resto de la ropa y bajó su cuerpo hasta quedar de rodillas frente a mí, hermosa.

Soltó su pelo y bajó mi bombacha humedecida por los nervios y la excitación. Miró directo a mis ojos y comenzó a lamerme; gimió, se tocó a sí misma con su mano y yo busqué mis pechos, casi con desesperación. Quería acabar, estaba cerca y disuadía el final, necesitaba seguir más, “más”, le pedía, “ay, ay”.

Tomó mis caderas y me hizo agachar; empujó mi cuerpo lentamente hasta acostarme en el piso, sobre la cerámica fría, besándome y dejando el olor a mi sexo en el aire que ahogaba el espacio entre ella y yo. Gritaba, se movía excitada, entornaba sus ojos y miraba al techo mientras se balanceaba sobre mi cuerpo con sensualidad, rozaba con sus pechos filosos con intensidad. Apretó su vientre contra el mío tan firme que no pude aguantarlo más y exploté en un orgasmo.

En ese mismo momento en que sentí el placer salir de mi cuerpo, busqué mi ropa en el piso, con rapidez; desorientada, quise sacarla de encima mío, pero ella seguía moviendose de arriba hacia abajo, cada vez más rápido, ajustándose a mí en cada vaiven. Revolví y cuando encontré el cuchillo que llevaba escondido en mi buzo, sin darle tiempo a que terminara de extasiarse, le corté el cuello y la apuñalé por la espalda tantas veces como fueron necesarias para que dejara de mirar mi cuerpo desnudo.

martes, 21 de octubre de 2008

Pam Pum Pam Pam

Escucho Paco de Lucía y bailo en un tipeo, y tipeo sin parar. Me creo Cacho Castaña en su pico mínimo de cursilería, relato en voz alta los pensamientos que se me vienen encima como chispa de fogata en el sur: se me vuela la ceniza y digo –tipeo, sin parar- que siempre habrá algo por resolver. Adentro, eh. Digo, algo que hace Clanch y parece capaz de tragarte. Humm. Más a una tipa así – así es así-, que aguanta, así, tipo torta, qué cocción esta de existir, qué fucking hot. Wow. Parece que estás a punto de prenderte fuego y, de golpe, se te corta el gas, abrís la tapa, despacio, como testeando el rededor, sacás una mano, después la cabeza, un pie, otro, mirás, mirás un poco desorbitado y al rato ya estás fuera del horno, en el living, sumergida en la pantalla que exhibe una comedia romántica que te alegra. La cosa podría haber sido letal –contás- pero por suerte –qué casualidad- me olvidé de pagar el gas y zafé nomás.

Somos melancólicos porque la vida es jodida, si insistimos en verla como es. Pero un día –ese en que tipeas, y tipeo sin parar- bailás al ritmo de una danza española y le zapateás la cabeza sedosa al hongo que espera debajo de la base y entonces, tal vez y solo entonces, te copás con la canción y decís ma´ sí, que venga quien quiera cortejar y quien no, quien prefiera comer dulces, que se esfume. Volá, Fush. Yo ya no estoy ni para baño María.

La consciencia de vida, Puf, complica. Se pierde inocencia, se gana una responsabilidad enclenque y duele la espalda, a veces la nuca, la cabeza; me duelen los ojos y no lo digo de forma metafórica, es literal: me duelen los ojos en el lugar en que se hace el hueco, ahí, al lado de la nariz y debajo de la ceja. Ay, duele, mierda, duele y sé que el oftalmólogo ni siquiera me recetaría anteojos. Duele porque sí, igual que duelen las pérdidas que ya ni me cuestiono: se que tiene que faltar azúcar y sobrar sal para enmantecar el hole in my soul –everything i know.

Igual, nada nuevo este enunciado. Lo mismo de siempre. Es desilusionante. Fa. Pero si querés, eh, repito que si crees primero en las utopías. Sino, te podés reir de lo que pasa y del ser amargo en que corres riesgo de convertirte. Yo me emborracho más dulzón, fumo cosas graciosas y lloro como una buena niña. Bua. Y me quejo, me quejo como la gran brava. Pero ahora, mientras tipeo, me escucho la voz de Castaña y me rezo en paralelo, invocando a Bucay, dale, nena, remá, levantá la mecha y tirá una bengala; qué te importa la desilusión si total ya estás ahí muerta de ganas de asumir que, en definitiva, sos lo mejor que podés. Glut.

lunes, 6 de octubre de 2008

Reflexiones de domingo II

¿A quién hay que matar? No sé, no sé. Decime, lo sabés, pensá, nena, pensá: ¿A quién hay que matar para que se vaya? A vos, a mí, no sé, no lo sé, basta. Si frenamos no avanzamos, eh, sólo pensá, te lo pido por favor: concentrate. Creo que, no sé, a mí acaso, a esto que fui o soy, o imagino. ¿O al futuro? ¿A quién mato? ¿Estás segura? ¿Por qué? ¿Preguntás en serio? Matame a mí que soy tu pasado, todo lo que ya dejaste de ser. Pero si lo hacés, enterrame bien, eh, porque si llego a salir soy capaz de remontar tu angustia y aniquilar tu pequeña posibilidad de ser alguien más, para siempre.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Escritor

El parto de un escritor, según creo, a diferencia del de un pintor, no presenta alianzas interesantes con sus maestros. En el crecimiento de un escritor, no hay nada comparable a las primeras copias de Jackson Pollock de las pinturas de la Capilla Sixtina, con sus interesantes referencias a Thomas Hart Benton. Al escritor podemos verlo aprendiendo torpemente a caminar, a hacerse el nudo de la corbata, a hacer el amor y a comer los guisantes con tenedor. Se presenta más bien solo y determinado a instruirse por su cuenta. Ingenuo, a veces obtuso y casi siempre torpe, incluso una cuidada selección de sus primeros trabajos será siempre la historia desnuda de su lucha por recibir una educación en economía y en amor.

John Cheever. Prefacio Relatos I.