"Llevaría unos meses viviendo con la mujer desconocida, cuando empezó a asombrarlo que la felicidad y el placer, o sea, aquel estado anímico extraordinario que suele considerarse la única recompensa por los sufrimientos terrenales, en realidad se parecían muy poco a lo que se había imaginado. Lo que estaba viviendo era sin duda felicidad, pero a veces le extrañaba que fuera un estado incómodo, complejo y, al fin y al cabo, poco agradable. Lo que más le incomodaba era la intensidad de tal sentimiento: resultaba exagerado, forzado, como si tuviera que andar en frac y sombrero de copa todo el santo día, incluso entre semana. Comenzó a comprender que la felicidad no podía considerarse una propiedad privada que uno adquiere un día, como por herencia, y luego ya sólo tiene que cuidarla y evitar que se la roben o que pierda valor. La felicidad había que descubrirla cada media hora, cada minuto, se manifestaba de forma impredecible, y en términos generales era más agotadora e irritante que agradable y tranquilizadora".
La extraña, Sándor Márai.