lunes, 27 de abril de 2009

Amor, etcétera




El amor duele. Por empezar. Sofoca inseguridades, invade pensamientos clandestinos y artificios de maduración. Me hace llorar, sólo por amor. Amo, y en ese estado pierdo soltura, también, sosiego. ¿Hacia dónde va mi valentía? Lo necesito, evito necesidad, y allí: me condeno al fracaso. Amar, a veces me sienta mal. Es que me temo -a mí más que a él-, me estrujo y extraño, agotando stock. Sin aire vivo, hasta él, mi repositor de energías y valor. Me siento chica, chueca, imposible y aplastada. La silla cruje en sus cuatro patas y me exige pensar. Sólo ahí, en la lucidez repentina, se apaga la escotilla y consigo anclar dulzor, por poco: luego la paz se va, se irá, ay, cómo será, y nuevamente la ansiedad se parará frente a mí y yo -que sobre todo creo que amarte vale esta pena- la miraré, me plantaré y desafiaré: en tu oscuridad –oh, laberintico remolíntico suceder– al final y contra todo este perecer, conseguiré ver.



“Oliver tenía una teoría que se llama Amor, etcétera: el mundo se divide entre las personas para quienes el amor lo es todo y el resto de la vida es un mero etcétera, y las personas que no valoran el amor demasiado y para las que la parte más interesante de la vida es el etcétera… yo en cambio sugiero que la división se haga de la siguiente manera: algunos son lo suficiente afortunados, o desventurados, de amar a varias personas, bien a una detrás de la otra, bien superpuestas; mientras que otros aman una sola vez en la vida. Aman una vez y, ocurra lo que ocurra, esa amor nunca se borra”.
Julian Barnes, Amor, etcétera.

martes, 21 de abril de 2009

Espiral

Ese día tocó el timbre como todos los demás. Pasá, lo invité, y pasó. Mudo, era evidente que algo lo traía incómodo. Yo me molesté, no tenía ganas de soportar sus cuestiones y se lo manifesté sin hablar: mi mirada, mi detención brusca y mi honda inspiración bastaron para desesperarlo.

-Cobarde –dijo-. Sos una cobarde repulsiva.

Su reacción me tomó tan por sorpresa que sólo atiné a mirarlo con desprecio. Alcé mi brazo y le señalé la puerta.

-Andate ya de mi casa –le ordené, pero él pareció no escucharme.
-Me vas a tener que escuchar, ahora -dijo.
-No tengo que nada, Juan. No me vas a obligar y si es que hay algo que querés decir, vas a poder hacerlo cuando estés más tranquilo, no así –intenté parecer calmada, pero la destreza actoral no me acompañó.
-Cobarde –alzó la voz.
-Juan, me estás hablando a mí, soy yo. ¿Qué te está pasando?
-Decímelo vos –repuso.

Caminé hacía él, con el impulso de abrazarlo, no porque quisiera sino por miedo. Pero no pude y me lancé a llorar.

-Ahora llorás, nefasta.
-…
-Hacés bien. Porque no voy a parar hasta sacarte todas las lágrimas que me sacaste vos a mí.
-¿De qué me hablás, por favor?
-¿No sabés?
-No, no tengo idea, Juan, qué es lo que te está pasando.

Tomó la hebilla de su cinturón, lo desprendió y lo hizo golpear contra el piso. Yo le grité y corrí hasta mi cuarto; cerré la puerta y me eché sobre la cama. Qué pasó, qué pasó, susurré ahogada.

Juan abrió la puerta con tanta fuerza que la hizo rebotar contra la pared.

-Me vas a tener que explicar todo –dijo, y yo no le contesté-. Desde quién es, cómo te coge, cuánto hace que estás con él, cómo la tiene y cómo te hace acabar.
-No sé de qué me hablás –me enrollé como espiral mata mosquito sobre la cama; él desabrochó su pantalón y me ordenó:

-Chupámela.
-No entiendo nada.
-Falsa.
-Pará, Juan, no entiendo. ¿De dónde sacaste todo esto?

Se quedó un momento quieto, sosteniéndose con la mano, hasta que finalmente habló:

-Lo soñé.
-¿Me estás diciendo en serio?
-Muy en serio –dijo, áspero.
-Tenés que tranquilizarte, esto es una locura.
-No.
-Sí, Juan. Me estás atacando, gritando, sólo porque tuviste un sueño.
-No.
-Sí, Juan, es una locura, vení, por favor, acercate a mí, soy yo, la de siempre.
-No, no quiero, zorra.
-Juan, tranquilizate, por favor, vení –lo llamé, estirando mis brazos.
-No lo soporto.
-Pero fue sólo un sueño, Juan, yo te amo a vos, más que a nadie en este mundo.
-Me quiero morir, no lo puedo soportar.
-Es que no es real, vení, convencete, liberate de ese dolor porque no es real lo que te lo está produciendo.

De pronto, fue como si una estrella hubiera bajado fugaz hasta sus hombros. Porque se debilitó, toda su expresión se aflojó y, tras unos largos segundos, se acostó, apoyando su cabeza sobre mi pecho. Yo me moví suave, como acunándolo, hasta que se quedó dormido. Su respiración se volvió profunda y yo tuve miedo, mucho miedo. Me puse a mirar el techo, la pared; recorrí nuestra historia, todo lo que lo había amado, bajé la vista al piso y noté que debajo de un mueble aparecía un plástico rojo: era el envoltorio de un preservativo. Me paré despacio, lo levanté y lo tiré por la ventana.

lunes, 20 de abril de 2009

Exact

“Una mente liberal. Sin ningún complejo visible, pero con todos los complejos ocultos”- me dijo. Lo miré y asentí.

viernes, 17 de abril de 2009

¿Por qué necesito decirte lo mucho que...

Cada palabra dice lo que dice y además más y otra cosa

A. Pizarnik

jueves, 16 de abril de 2009

lunes, 13 de abril de 2009

¿Quién paga?

Situación 1: Primera cita. Primer encuentro. Primera charla. Primeras sonrisas. Va bien. Todo va como surfer sobre ola en día diáfano. Buena comida. Buena bebida. Final de la cena amable. La cuenta, por favor. El: saca la billetera. Ella: se queda mirando. ¿Vamos? Vamos.

Situación 2: Primera cita. Primer encuentro. Primera charla. Primeras sonrisas. Va bien. Todo va como surfer sobre ola en día diáfano. Buena comida. Buena bebida. Final de la cena amable. La cuenta, por favor. El: saca la billetera. Ella: saca la billetera. El: no, dejá, yo te invito. Ella: bueno, muchas gracias. La próxima. ¿Vamos? Vamos.

Situación 3: Primera cita. Primer encuentro. Primera charla. Primeras sonrisas. Va bien. Todo va como surfer sobre ola en día diáfano. Buena comida. Buena bebida. Final de la cena amable. La cuenta, por favor. El: saca la billetera. Ella: saca la billetera. Ellos: miran el importe. Ellos: pagan a medias. ¿Vamos? Vamos.

Usted vota.

miércoles, 1 de abril de 2009

7mo B

Toqué el timbre del 7mo B. A los pocos segundos, su voz de lobo feroz me invitó a subir.

Entré al palier y del ascensor salió una mujer vestida de rojo, digo vestida porque llevaba un vestido y no porque realmente estuviera del todo cubierta; me saludó con el típico ademán de la gente de esta pampa civilizada –bajó la cabeza y sonrió a medias, como estirando un hilo sensible ajustado a cada una de sus comisuras- y yo me esforcé por ser más original: la reverencié.

Subí los siete pisos chequeando cada una de mis partes. La vincha estaba bien puesta, el trasero ordenado adentro del pantalón y la camisa desbrochada lo justo. Levanté el mentón y golpeé.

Mientras esperaba que me atendiera, lo imaginé parado detrás de la puerta, haciendo el intento por bajar su dureza hasta las rodillas. Tardó lo obvio en contestar y finalmente abrió.

-Hola –dijo. Estaba vestido con un pantalón gris a rayas finas, una camisa blanca y esos zapatos de goma negros que cuesta distinguir si cumplen la función de sandalias o de zapatillas.
-Golpeé la puerta porque el sonido del timbre me recuerda a las bocinas, y las bocinas me estorban –respondí a su saludo.
-Entiendo –dijo-. Pasá, adentro de mi casa suena el silencio y si acaso también te estorba podemos inventar nuestro propio sonido.

Lo besé en el cachete y entré. Su galantería artificial no me había convencido, más bien me dejó el mismo gusto a poco que me queda luego de tomar esos jugos listos para diluir en agua que vienen en sobrecitos. Esperaba más de un poeta.

Su departamento era algo obvio. Libros, si, claro, y el resto, menos que el Tang: algún adorno heredado de esos que intentan imitar gestos puros de clase social -media alta, en este caso-, sombreros púrpura, marrones y cuadriculados, así, de a varios, y algunos pares de lentes, como si en esa casa los objetos fueran capaces de reproducirse como conejos.

-¿Qué tomás? –preguntó una vez que estuve adentro de la sala.
-¿Qué me ofrecés? –respondí.
-Podemos brindar con alguna bebida espumante; también tengo aguas saborizadas o vino blanco –me paseó por cada uno de los gustos burgueses que guardaba en su heladera y finalmente decidimos tomar champagne.

Fue hasta la cocina y yo, mientras lo esperaba, empecé a sentir una extrañeza que me subía por las rodillas, que no conseguí explicarme sino hasta que vi, en medio del living de impecable parquet, un efecto que –era evidente- no pertenecía al poeta. Aquella camisa de gasa roja no podía ser de él, o peor, no era de otra que de la mujer con la que me había cruzado en el ascensor.

-¿Estás solo? –pregunté entonces, cuando apareció con dos copas llenas de champagne y unas cerezas flotando en el fondo de cristal.
-No, claro que no, señorita –bajó sus lentes con un movimiento suave y me miró insinuante.
-Bueno, aparte de mí, claro está, que hasta ahora tengo conciencia del espacio que ocupa mi cuerpo –dije y completé la frase para mis adentros “que está acá parado, establecido como pirámide en medio de una plaza repleta de palomas desafiantes encarnadas ahora en tus libros”.
-Sí, estamos solos. ¿Por qué lo preguntás?

Para el momento en que golpearon la puerta, mi intuición me había indicado que saliera, que corriera fuerte y sin mirar atrás. Pero ya era tarde. Su cara adoptó el gesto de un perro frente a un dueño que sostiene un diario enrollado.

-¿Qué pasa? –le pregunté.
-Hacé silencio, por favor hacé silencio –me repuso. Y se quedó inmóvil, como petrificado. Jamás hubiera imaginado antes que un hombre afamado y reconocido podría paralizarse ante la situación de alguien llamando detrás de una puerta. Pero en ese momento lo entendí. Es que yo también sentía la espesura que navegaba en el aire. Implacable.

Otra vez se escucho el llamado, seguido entonces del timbre que chirrió durante uno segundos interminables.

-Es la mujer de vestido rojo –le indiqué sin dudar. El me miró y con un movimiento de cabeza me respondió que sí.
-Vení, vas a tener que esconderte en el cuarto mientras yo soluciono esto.

En la soledad de aquella habitación entendí todo. Porque todo estaba ahí: evidente. Donde apoyaba la cabecera de su cama había un salpicón de semen pegado en la pared; sobre la mesa de luz, dos de los tres preservativos de una caja y detrás de las cortinas: una pared. Ese poeta dormía en un cuarto sin ventanas. Ese hombre no era un poeta: era una ficción.

Al poco tiempo el ruido había cesado y deduje que la mujer se había cansado del engaño y se había ido a llorar las penas necesarias para olvidar al poeta rápidamente, juntar los argumentos para asumir que el hombre era un idiota y prepararse para llevar un buen ritmo en el raid sexual que la esperaba.

Atravesé la puerta del cuarto y la imagen de su figura desnuda, sentada sobre el sillón masturbándose con ambas manos, no me sorprendió tanto como notar que él no estaba en la casa. Recién ahí me di cuenta de que se trataba de una extranjera voluptuosa. Tal vez estaba en su período de indisposición. Yo sólo abrí la puerta y me fui, sin mirar atrás.

Cuidado con lo que deseás

- Seguiremos soñando con alguna noche, y finalmente llegará -dijo y me reí-. Esas estrellas serán malvadamente esperanzadoras -insistió. Vos podrás soportar la alegría, sin pensar en que se trata de un lampazo que luego quedará chorreado miseria en un rincón -…- y entenderás que no son momentos sino afanes –se detuvo y yo, sin mirarlo, le pregunté cuándo será esa revelación. –No lo sé -repuso-, pero cuando suceda, lo que es seguro es que la querrás olvidar.