viernes, 26 de junio de 2009

Los amigos que siguen igual

Parece que pasan dos cosas. Todo el tiempo. Como ese shampoo que limpia y suaviza, el dos en uno, como el ángel y el demonio, como el cielo y el infierno, que es casi lo mismo, bueno, como River, Boca, asado, vacío, sopa crema o caldito desgrasado. Hablo de la dualidad. Del quiero esto y después algo distinto. Del pienso así pero no compatibiliza con cómo siento. Del más vale que llegue temprano el momento en que pueda dominar el impulso, como para empezar a encasillar y hacer que todo esto de vivir salga un poco más fácil. Sí, más fácil. ¿Te acordás cómo? Es que todo estaba por venir y las esperanzas costaban menos estupidez. Tantas horas mirando el río, imaginando cómo seríamos ahora. Porque ya tenés 30, ¿sabés? Y pienso: cómo le pifiamos, eh. Vos allá y yo acá. Y ni mierda. Al menos nos une la nostalgia, que no es poco. Más bien diría que es casi todo.

A veces te extraño. Otras, ni me acuerdo de que existís. Por lo de siempre, imagináte. Es que te salía bien eso de contarle las letras a la palabra derrota y decir que era capicúa. Pero no es capicúa, te contradecía yo, y vos: claro que es capicúa. Es como yo quiero. Y nos reíamos. Y nos callábamos. Y amanecía, y medias lunas de La Farola a 3 con 60 la docena: lo último que nos quedaba y al otro día, domingo, robábamos yerba y unas galletitas de lo de la vieja.

Mi casa sigue oliendo a comida recién hecha. Todo el tiempo. Hoy llegué y había una torta de brownie en el horno. Sentí la dulzura desde la puerta y sonreí callada. El hogar está tibio ahora que es invierno, y como dice Maca, todos en la cocina se ríen y toman mate. Es verdad, a veces es un poco así. Pero otras, no tanto. Qué se yo, preguntale a Maca, ya le conté que me anda doliendo el estómago. Y tengo una arruga debajo de cada uno de los ojos. Ya no me cura el Fernet en botella de plástico ni la hamaca risueña del último Marlboro. De hecho, dejé de fumar y ahora que lo pienso, creo que debería revertir la decisión.

Tengo una foto tuya, esa que te saqué el día que se te cayó el diente. A mí se me cayó del culo y nadie quiere guardar la imagen. Es la dualidad, viste, esa que te contaba. Ese ir y venir de los días que no entienden si vivimos al norte o al este. Yo siempre te lo dije: vamos al este que se está mejor. Y vos, ni caso, siempre contradiciendo, te fuiste al norte y me dejaste rayando arrugas y derritiendo el cuerpo. No importa, está bien, nos une la nostalgia y, cómo no, las milanesas de tu mamá. Yo las sigo comiendo, de vez en cuando. Ella te guarda algunas en el freezer para cuando decidas volver. Y yo cada vez que entro a tu casa, abro la heladera marrón de la cocina y le digo: “Eva, no jodas, damelas a mí que el loco no se las merece”. Ella se ríe pero en el fondo se enoja, lo sé, y me dice que el nene va a volver lleno de plata, y el nene tiene treinta y ya seguro se quedó sin neuronas. A mí por suerte no se me dio por las drogas. Creo que hubieran acabado conmigo. Tal vez esa sea otra decisión que debería revertir.

El barrio no se parece en nada al que era. Porque ya no hay nadie acá y sabés algo que noté: los que quedamos tenemos otra mirada. Ayer, de hecho, me encontré con Caro. Se hizo Hare krishna. Y aunque le queda bien, le cuesta llevarlo, se le nota por cómo agarra la correa del perro. Vende comida naturista con su novio y duermen la siesta. Todos los días. Yo le dije que me parecía bien, pero a la cuadra siguiente pensé que no estaba tan buena esa vida. Qué se yo, viste. Eso que te contaba de la dualidad.

En fin. Te extraño. Se me dio por escuchar a los Héroes del Silencio estos días. Qué se yo. Espero que estés bien y que te vaya bien y que hayas encontrado eso que andabas buscando. Algo así. O, tal vez, aprovecho este espacio y te digo la verdad que tiene más que ver con que estoy segura de que no tenés idea de qué inventar para estar acá de nuevo y no sentirte un fracasado por eso, y que me extrañás a mí y a tus cumpleaños en la terraza con tu perra Panda meando todo, que estas almas significan más que ninguna playa. Pero te cuesta admitir. Lo entiendo. A mí también, si te deja mejor. Te diría que vuelvas, pero sé que mañana me puedo arrepentir, nos podemos equivocar todos y no resistir, por eso de la dualidad, que te decía, viste.

martes, 23 de junio de 2009

Piki´s Dixit


"No tenés un buen auto, no tenés una buena cara, no sos alto, no tenés buen lomo ni una conversación interesante. ¿Encima me venís a buscar sin perfume?"

lunes, 15 de junio de 2009

Sólo solo

Salgan a andar, escombros de plumas,
que sin osadía rozan la piel,
dulces derrotas huelen a hiel,
sin imagen, sin consuelo.

Llena tu bolso, oh dignidad,
levanta los ojos y no permitas el engaño:
socorros, jamás sorberás.

El legado te pertenece,
pues que el legado te pese,
aún más que tus documentos de miel,
más que el perfume de tu superación que,
bien sabes, tu, digna conquistadora,
tuya y sólo tuya será.
Tuya y sólo tuya andarás.

viernes, 5 de junio de 2009

Esclavo Estereo

Crecemos bajo el imperio de miles de estructuras que se multiplican a medida que formamos rutina, al paso que creamos intereses. Porque esos intereses se forjan con el clavo de lo establecido, que deja olor, y da nacimiento a uniones de matrimonio, de amistad, de trabajo. Siguen las actividades y, en definitiva, seguimos paso a paso la receta de un vivir que nos va anulando identidad.

Nos alejamos porque sometemos delirios. Los aplacamos. Están prohibidos. La rebeldía es de los rebeldes que, ya vimos, están enterrados o en el fondo del mar.

Luchamos todos los días por ser esclavos. Porque es más cómodo que tomar decisiones, que pesan. En la alta y media esfera moderna que se supone individualista y que yo en cambio creo que está unificada en criterios y cumple perfecto con el mecanismo de retroalimentación, nos vamos convenciendo de que el hedonismo tiene sentido y de que el mal sólo acecha en las plazas y suburbios.

En una clara muestra de soberbia desbordada por la verborragia de quienes, de la misma manera que yo, se cortaban las uñas sucias desde lo discursivo, me creí alejada de esa basura.

Y me fui volviendo esclava. Me liberé del África pero me interné en mi país, al que creí soberano. Acá hay libertad, me dije. Salpiqué mis remeras con lavandina, protesté ante la fachada, renuncié al matrimonio y eliminé de mi vocabulario decenas, cientos de palabras. Regalé algunos libros y pensé que finalmente había logrado quedar fuera de un sistema nefasto, depravado, siniestro y mal concebido. Del que sigo creyendo que es nefasto, depravado, siniestro y mal concebido.

Pero me arraigué tanto al discurso que me convertí en snob. Eso, por empezar. Y después: presa de mí, que buscaba pertenecer. Hice el amor con quién quise y más, hasta con aquél que sólo por particular llevé hasta mi colchón, haciendo lo imposible porque acabara de una vez y yo pudiera escapar. Y todo para qué. Para sentirme más libre, como si la libertad estuviera ahí. Qué locura.

Seguí. No di problemas, no pedí nada, me quedé, sin necesitar, sin arrastrar, sin perder, jamás. Porque de eso se trata, decía, mientras pensaba en lo inevitable como aquel que se esclaviza evocando a la muerte, un destino que no podrá evitar.

Otra vez la necesidad de pertenencia. Otra vez, la bestia individualista. Igual, exactamente igual a los religiosos de la rutina, a los fanáticos de la evolución de la especie.

Porque todo lo que generamos, cómo pensamos, lo que hacemos, está enterrado vivo en nuestro discurso. Y otra vez el recomenzar. Ahora, a salir de acá. Porque acá también se vive bajo estructuras elitistas. Acá no queda nada más que sumisión. Y si algo aprendí, acá, es que está en mí el sentido pero nunca, nunca podré aceptar al abnegado.

lunes, 1 de junio de 2009

Una noche cualquiera


Fui al bar con la misma actitud con que a veces me dispongo a escribir: sin saber exactamente qué voy a hacer pero con la expectación de entender para qué lo hago. Tenía una historia con el barman, una de esas historias que no conmueven. Para ser más clara: aquella noche no deliberé acerca de lo que pensaría cuando me viera aparecer, ni de si reconocería mi ropa, ni de si sería una actitud invasiva, regalada o si con ella daría la imagen de una mujer solterona y desesperada. Nada de eso me importó porque él no me importaba demasiado, y eso –se sabe- hace que ciertas cosas salgan mucho más fáciles.

Simplemente me vestí cómoda, crucé la puerta de entrada al bar, levanté la mirada y cerré bien los labios en signo de fría seriedad. Me arrimé hasta la barra. Ahí estaba él, con sus rastas y su sonrisa a medio abrir. Era decididamente vendedor; cualquier mujer en alza sería capaz de tomarse incluso un Semen de Pitufo con tal de hacerse la sexy ante él. Así que yo me senté ahí, en una banqueta, y lo miré fijo hasta que finalmente se dio cuenta de que había ido a buscarlo. A diferencia de lo que pensé, no me preguntó qué hacía, un martes, a esa hora, de esa forma. En cambio pareció contento, me besó con sus labios gruesos y me ofreció algo de tomar. Bueno –dije para mis adentros- acá hay algo que está funcionando raro y “quiero un Fernet, por favor, y si es posible otro de esos besos”.

Me relajé sobre el respaldo y clavé la pajita en mi boca. A veces pienso en la comedia que montamos para vivir, en cómo nos interpretaríamos si fuésemos capaces de observarnos como a unos extraños conocidos. En fin. Ahí estaba yo, un martes cualquiera, tomando un Fernet más, encantada con el beso de alguien que creía más que cualquiera y dudando –de pronto- de que todo fuera así de simple.

Le decían Norman. Y como Norman estaba trabajando, yo pasé mi tiempo entre caminatas por la pista y algún diálogo conocido. Cada tanto me trepaba a la barra, apoyándome sobre mis codos y le alcanzaba un beso. Las horas fueron pasando entre tragos y empecé a sentir en mi cuerpo esa liviandad etílica, esa sensación de que todo es posible, de que el mundo no importa más que porque estamos ahí, en ese momento. Y entre beso y beso –oh, problema- me puse a prestar atención.

Norman sacudía la coctelera y era mirado; abría la caja y era mirado; sonreía la propina, y era mirado. Noté que todas lo querían seducir y yo, a esa altura y ante semejante revelación, quise más. Así que repetí eso de doblarme sobre la barra, sacar culo y armar un pico con mi boca para besarlo, y de pronto me encontré bajando mi mano hasta su pantalón. Cuando me sonrió por lo que hacía, lo apreté desde la cola hasta sus huevos, y le susurré: “Necesito que me cojas”. A lo que él contestó: “Son dos”.

Le pedí otro Fernet y saqué de mi bolsillo un cigarrillo de marihuana. Había vaciado la mitad de mi vaso cuando sentí que alguien me rozaba el cuello. Sin mirar, tomé la mano que me acariciaba y me la metí en la boca, subí los ojos y pregunté: “¿Dónde es?”. “Vení”, escuché.

Me bajé de la silla y seguí a una chica rubia. Esa noche, después de tantas, descubrí que el bar tenía una puerta detrás de la barra que llevaba a una habitación muy chica. El lugar estaba lleno de muebles, vasos y un gato dormía sobre algunos bolsos que –intuyo- serían la ropa de los bailarines que hacían el show.

Cuando crucé la puerta, pasé por delante de la chica que me había llevado hasta allá y una vez que encontré el centro de la habitación, me di vuelta para mirarla. Parecía tan tranquila que me incomodó, aunque no tanto como notar que era realmente hermosa. Tuve celos, celos porque seguramente se acostaba con el de rastas, con quien yo también dormía, a veces.

La música llegaba lejana hasta la habitación. En medio del murmullo, señaló un sillón y, mirándome fijo, como analizando mis gestos, me pidió que fuera hasta él. Verla así, encendiendo su cigarrillo y balanceando su cabeza me inspiró la necesidad de abrirme de piernas y algo peor: de pronto tuve la sensación de querer probarla, a ella y a mí, de saber quién tenía más para dar.

Me quedé en sus ojos, desabroché mi pantalón y empecé a moverme como se mueve una hamaca vacía en momentos previos a una tormenta; la veía parada y sentía la necesidad de sacudirme un poco más. Sus ojos empezaron a ejercer sobre mí un efecto contrario al alcohol: tuve conciencia de cada parte de mi cuerpo; estaba tan excitada, de pronto, que era como si la piel quisiera salirse de mí.

Me masturbé. Y gemí. Y me sacudí sobre el sillón con rabia, y ella gimió conmigo, y empezó a tocarse las tetas hasta que, de pronto, se acostó sobre un almohadón y con movimientos de cadera le daba pequeños golpes al piso, y le imprimía cada vez más velocidad. No la dejé de mirar en ningún momento. Hasta que estallé.

Cuando entró Norman yo ya estaba parada y con los pantalones puestos; ella seguía bailando árabe en posición horizontal. Caminé hacia él, pasé mi mano por su boca, lo besé en la frente y salí de la habitación. Volví a mi casa contando las horas que faltaban para que tuviera que despertarme e ir a trabajar.