Me despertó un sonido casi imperceptible. Estoy viva, pensé, mientras estiraba mis brazos por detrás de las orejas y abría la boca para liberarme del aliento que se había reproducido durante la noche. Otra vez había tenido pesadillas y mi cuerpo tenía la sequedad pegajosa que queda como consecuencia del sudor evaporado. Saqué una pierna por fuera del acolchado y encendí el velador. El reloj indicaba que eran las siete de la mañana. Son las seis, pensé, fruncí el cejo, tengo que cambiar la estrategia de adelantar las agujas por otra que sea más inteligente que yo. Ahora me siento muerta, susurré, son las seis, ni siquiera amaneció. Me senté al borde de la cama, tapé mi bombacha con la almohada y la apreté contra mí. Los ojos me pesaban más que otras mañanas, lo cual era lógico: había pasado la noche envuelta en dibujos mentales tenebrosos. Un baño, un té, un día que amanece y cae, para volver. Conté hasta tres, me humedecí los labios con la lengua empastada, apoyé el pie derecho en el piso y me paré de un salto. Fui hasta el espejo, me detuve frente a mi imagen y me saludé. Buen día, todo parece indicar que otra vez vas a ser testigo de la revolución de un día. Repetí el simulacro. Las palabras mezclaron su virtuoso positivismo con el exultante pesimismo real, e intenté girar para encarar el camino hacia el baño. Pero no pude. No puedo, pensé. No puedo, dije en voz alta y cuando hablé, noté que entre mi voz corría una música, lejana, la misma que había escuchado al despertar y que en ese momento se percibía más clara. Qué es. Intenté mover los pies una vez más, y otra vez fallé. Insistí, pero no hubo caso, estaba dura, con las rodillas rectas y los talones pegados al piso; encerrada viva en mis sentidos, imposibilitada. Pero en lugar de volcarme a la desesperación, cerré los ojos, escuché y sonreí: hay alguien que toca par a mí. Y eso, ahora, es suficiente.