lunes, 26 de enero de 2009

Cuando masturbarse es el verdadero plan perfecto

Esa noche la cosa venía bien, sobre todo, porque ella andaba bien y sobre eso, no hay con qué dar. La barra del boliche quedaba a buena altura y qué bien que combinás los sabores, vos, barman. La cruzadita de ojos, bien, muy bien y la música: qué va. Ni siquiera le importaba.

Movimiento de cabeza así, tipo boya en la quietud del mar, y en la vista esas mujeres que hacían del género algo más interesante de lo que a veces se condenaba a creer. Cuánta sensualidad y qué bueno, definitivamente prefiero la sensualidad a la sexualidad, pensó.

La cosa venía bien porque esa tranquilidad de no pensar en nadie, de no esperar ningún sonido en ese celular, es una necesidad de momento para los correcaminos.

La amiga estaba de levante. Una actitud rotunda y desprejuiciada. O más bien: un andar obvio, que dice no me importa lo que piensen, ustedes, hombres, porque ¿piensan ustedes acaso en nuestro deseo? ¿O sólo contemplan el suyo? ¿Ah, sí? Pues entonces no tengo otra opción más que apoyarles las tetas encima. Para que vean, para que aprendan. Y ahí nomás andaba. Ni fu.

Y ella miraba el culo de la amiga que se zarandeaba frente a esos hombres calientes. Y sólo contemplaba porque quería estar tranquila, así, sumergida en esa paz que le daba –repetía para sí- no esperar a nadie. No, no, andá tranquila. Yo te miro y si te pierdo vos no te preocupes que me tomo un taxi y mañana me contás, le insistía a la amiga para que se fuera a conquistar.

En eso, empezó a sonar La Isla Bonita y -si cabía- la cosa se puso mejor todavía, cuando notó que se había zambullido el cuarto trago y el equilibrio se le había ido por los ojos del barman que, de golpe, era su mejor escenario. Pensar –pensó- es a veces perder el tiempo. Mirá como pienso yo, ahora, sólo con los pies y estas cosquillas que siento en estas manos, en mis manos, esas que voy a depositar tranquilamente sobre mi cuerpo cuando llegue a la soledad de mi habitación.

Ay, qué buena la quietud en medio de este murmullo sin volumen, qué bien que viene la cosa y mañana es domingo y no me importa. Tal vez me puedo tocar desde el amanecer hasta la noche, boca arriba, boca abajo; puedo frotarme contra el colchón y dejar caer el chorro de agua sobre mí, y acabar cuantas veces quiera. Y ni comer, puedo pasar el día sin comer, sólo masturbándome y llenando la casa de olor a mí, y sólo a mí, sin bancarme la transpiración ácida de ninguno de estos salames que bailan acá en este boliche. Como ese. Qué hace. Dios. Cómo puede moverse así al tiempo que mira a esa piba que –pobre- a sus veinte todavía necesita cogerse un par de veces a un flaco para entender lo que, después, con una palabra va a descifrar. Le podría avisar que no le conviene, que mejor haga como yo y se clave un par de tragos que acá adentro ninguno se la va a coger bien … no, no te lo puedo creer. No, no, debe ser el alcohol. Flaco, qué le pusiste a mi trago. No, me muero, me muero de amor. Facu, che, hola, Facu. Qué hacés, nene, tanto tiempo. Nunca contestaste el llamado, eh. No, todo bien, olvidate. Entiendo, entiendo que estabas en otra. ¿En serio? Qué bien, che. Nada, estaba bailando con unos amigos, viste, me sentí un poco mareada y me vine acá a descansar a la barra. ¿Vos? Ah, mirá. Quisieras venir, de pronto, si yo te invito, a mi casa, a tomar ese capucchino que me contaste que te gusta tanto. Ah, sí, viste cómo me acuerdo. Tengo memoria para cada cosa insólita. Qué barbaridad. Bueno, dale. Sí, sí, claro. Te veo en la puerta en diez minutos, si te parece. Me voy a despedir de mis amigos.

Y arranca la escena nomás. No lo puedo creer, ay Dios. ¿Estoy depilada? Dónde mierda está mi amiga que necesito desodorante. Ey, Claudia, Clau, nena, vení. No sabés a quién me encontré. A Facu. Sí, me muero. Podés creer que lo invité a casa y aceptó. Sí, viene, o sea, vamos, nos encontramos en diez en la puerta. Tenés desodorante. Mirá, tocame las piernas, decime si tengo pelos. Estoy pasable, ¿decís? Genial. Bueno, Clau, mañana te llamo, o pasado, depende, viste. Chau, chau.

A los diez minutos subieron a un taxi y a los diez siguientes estaban adentro. Ella de piernas abiertas y él moviéndose como un toro mecánico, como un disco tildado que se repite en el mismo ritmo. Ay, Facu. Y Facu dale que te dale sin onda pero desesperado. Y a los veinte minutos la cosa seguía igual y ella, Facu, vení, dejame que me de vuelta. Y Facu dele que te dele, igual, pero por atrás. Ay, Facu, dejame verte. Y Facu como que se había aprendido el paso y lo repetía en busca de la perfección. Y ella cada vez más seca porque esto –claro- no calienta ni un poco. El flaco transpirando encima, mirando la pared con su mejor cara de película porno en decadencia y por Dios que acabe de una vez que me quiero dormir, pensaba ella. Ah, le gritaba al oído, ensayaba volúmenes y gemidos, tipo: a ver qué pasa con éste, y el flaco nada, dale que te dale y la cosa no daba para más. A ver, salí, corréte un poquitito, nene, a ver, ponete así, boca arriba y ella va y liquida la situación, de un golpe, porque después de cinco tragos, las 7 de la mañana puede ser el horario del suicidio.

El flaco queda tirado, como muerto. Pero respira. Fuck. No se irá a quedar a dormir este. Me muero. Y entonces se insinúa y nada. Pero nada, eh. Che, vas a estar cómodo en mi cama de una plaza y no, no, no, no, la que faltaba: el ronquido letal.

Bueh. Se acomoda nomás. Qué sea lo que el sueño quiera y se tira a descansar. A la mañana, él se va, rápido, como escapando y –claramente- no llama más. ¿Será que le dio vergüenza su performance? Al menos no se quedó a desayunar y ella pudo buscan en su almohada la virtud de ajuste que –justo- ni Facu ni ninguno de los últimos hombres modelo 2000 se preocuparon por cerrar. C´est fini.