viernes, 6 de marzo de 2009

Otoño

Dormía la siesta. Ella, que disfrutaba de la brisa, soñaba que al despertar querría ser otra, cualquier otra. Porque soñaba que una mujer de rostro confuso y hombros rectos había estado con aquel que ella amaba; que ella los sorprendía juntos y que él, al verla, se reiría adusto. Soñaba que el dolor le haría al corazón bombear sangre fría hasta entumecer su cuerpo y que el médico, víctima de su arte, debería amputarle el pie. En medio del bisturí y la vigilia estaba, cuando se frunció en un quejido, apretó los abdominales y se paró, con la ayuda del viento. Lo que creyó alivio, ese despertar del sueño opresor, se convirtió en siniestro: notó que el pie en verdad le dolía, el único que tenía, el pie era uno solo, le dolía aún más que en el sueño. Se sacudió en un intento por liberarse del estado somnoliento pero en cambio sintió vértigo. Esto es vértigo, entendió. Y esperó hasta que el dolor se volvió detestable y de esa sensación hay que partir, se dijo, llegar hasta el lugar en el que nada existe y limpiar el baúl. Calló el quejido y escuchó, de pronto, que desde que había despertado, un mascullar moribundo había estado soplando su nuca. Una guitarra, una flauta dulce, pedía y la imagen de cientos de damas cayendo la inspiraron positiva. Tomó aire y sin más aliento que el del deseo, sintió su tobillo quebrarse y del dolor sólo le quedó el mismo recuerdo que de la sangre fría, el médico, el hombre de su vida y el bisturí. Todo pasó remoto: el mascullar se volvió risa húmeda y, así, la hoja murió en el suelo, en otoño, el de 1983.