martes, 6 de mayo de 2008

Supe que existe un hombre así

Pocas cosas tenía claras en aquel momento. La experiencia latente de un hombre abandonándome, sin explicación ni motivo aparente –sumado a las tantísimas relaciones de diversa intensidad que previamente había tenido-, me habían dado (yo creía) una profunda sabiduría en cuestiones amatorias. Como un cliché que las mujeres repetimos hasta el hartazgo, una actitud que las amigas suelen boicotear por considerarla – justamente- la típica, yo había conseguido que un viejo affaire me invitara a dormir. Confiada en mi sapiencia, pensaba que las actitudes típicas, recurrentes, emergentes, esas que cuando terminan se ven sucedidas por un acto que avisa “ahí voy yo de nuevo”, no estaban necesariamente mal. Y así, avalada por mí, me lancé a la no aventura.
Acababa de terminar una relación algo posesiva y, dentro de mi bastión de terreno por recuperar, clasificaba el volver a creer en mis ideas. Y si en ese momento sentía que hacer lo que sale siempre igual no estaba mal –pensé-, pues entonces no había para mi sexo nada mejor que acostarme con un hombre al que apenas conocía, con quien había estado y sólo estado algunos años atrás. Cuatro, cinco o seis veces. No más. Lo contacté a través de Internet. La ventana de conversación se cerró y a las pocas horas estabamos él y yo parados en la misma esquina.
Una cosa me llamó la atención esa noche. Y voy directamente a lo que me llamó la atención porque considero que no vale la pena contar el reencuentro, ya que careció de todo valor romántico y emotivo; ni siquiera estaba nerviosa. Simplemente nos encontramos: “Hola, qué tal estos últimos años y los anteriores, de los que tampoco sé nada”. No importó. Recalamos en su casa, una cabaña de cemento y paja. Había un altillo, sobre él un colchón, y sobre él lo hicimos. Fue sexo concreto. Del bueno que no descolla.
Hubo un detalle aquella noche de otoño pesada, sumamente significativo. No me sorprendió tanto el tamaño de su pene como el hecho de que me hubiera olvidado de él. ¿Cómo mis amigas tampoco me lo recordaron? Será que nunca se los había contado. Dudé. Mientras se sacudía sobre mi cuerpo y yo, claramente, pensaba en la teoría de lo que estaba ocurriendo y no en convocar un posible orgasmo que me tranquilizara la neurosis que me hacía fumar 20 cigarrillos diarios, imaginé un hombre al que podía crecerle el miembro-poder cinco centímetros por año. Sin dudas. Eso no era lo de antes. Sino, significaba que yo era –hacía ese tiempo- una absoluta desinformada que creyó que eso era lo normal.
En fin. El tamaño de los penes –que siempre viene al caso- será motivo de otra reflexión. Lo concreto, lo que importa ahora, es lo que pasó después.
Las almas románticas no consiguen librarse de su ilusión. La fantasía, en cuestiones amorosas, es la condena máxima: la ruta directa a la prisión. Y yo, sabia como andaba por esos días, le puse primero un cross a mi dulzura a boca de urna, pero de a poco la caja de cartón se fue reestableciendo, como esas esponjas que se pueden apretar con furia y en una danza árabe vuelven a su forma original. El era un hombre tierno, de esos que te acarician la espalda y te besan la boca despacio; esos “varones ninfómanas” que te penetran mirándote a los ojos, sin hablar. Que generan que vos –yo, en este caso, la idiota- sientas que lo amás. Que estás enamorada. Que querés decir te amo, te necesito, haceme tuya, amame siempre, te deseo, sos hermoso, te quiero como mi hombre. Ese cliché que jamás de los jamases se puede repetir. Lo digo convencida: está prohibido exteriorizar esa sarta de sentimientos en ese momento. Porque son absolutos, pero también momentáneos. Duran la miradita a los ojos, la penetración, el gemido y, después, cuando el pito se sale, la cosa se menea y vos estiras las piernas y cerrás los ojos para disfrutar del post orgasmo, querés comértelos, deglutirlos enteros y salir - ya, ahora, ya ya ya- a tomar un vino con tus amigas para contarles del tamaño soberbio que puede adoptar un hombre en su apogeo.
La cosa es que yo, la sabia, la que estaba segura de que no volvería a derramar una sóla palabra de más ni a entregar un solo gesto, hablé. Sí. Lo dije todo. No me pude contener y pronuncié las siguientes palabras: “Me generás un enamoramiento absoluto”. Lo hice una vez más. ¿Cómo fue que si quería estar sóla, dije –pito adentro, pierna doblada, sudor en la espalda mediante- que me e-na-mo-ra-ba la forma en que me miraba. Todavía tengo sabiduría que adquirir. O peor: a mí persona por leccionar. Por suerte nada es vano. Nunca nada. Lo que pasó inmediatamente después de mi escupitajo de emociones me regaló otro aprendizaje. Lloró. El lloró y yo quedé shokeada. No dije nada. El lloró con lágrimas que rodaron y yo ese día supe que existen hombres más sensibles que yo.

6 comentarios:

petit dijo...

y te enternecen tanto
que no lo podes tolerar.

mezcla de pánico, con..
"lo voy a lastimar"

las felicto, me gusta mucho.

MQDLV dijo...

Gracias, Petit! Seguiremos con las historias y esperamos tus comentarios!

Anónimo dijo...

Genial!! Si este va a ser un espacio para contar historias de mujeres, yo quiero participar. Si nos unimos, los podemos desemascatar. Jep. Fuerza, chicas. Sigan!
Frucita

Anónimo dijo...

"El lloró" me gustaba más...

MQDLV dijo...

Gracias! Pareció que anticipaba el final. Saludos!

Verònica dijo...

Ya ves... sigo metida en tu verdad, en èste blog. Lo que relatas en el post que estoy comentando realmente me sucede con el hombre al que amo. Antes del encuentro me digo "no voy a hablar màs, el te amo no va a salir de mi boca, que lo diga el si quiere" pero.. es hacer el amor y pronunciar las mismas palabras, la relaciòn es muy dificil pero me puede!!! veremos mañana...
p.d: me alegrò lo que dejaste en Malegria al pasar por alli, gracias! me alienta a seguir con algo que me apasiona.