lunes, 29 de septiembre de 2008

Reflexiones de domingo

Hay decisiones que nos cuestan la suerte. La mejor salida es transformarlas en el nudo de la historia que queremos escribir.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Diálogos - Parte 2

-¿Desde cuándo estás tan preocupada por la edad?
-No estoy preocupada. No es eso.
-Me parece que sí. Y si ubicás a tu convicción en torno de tu juventud, entonces no estás tan segura de lo que pensas.
- ¿Y vos sí estás segura de lo que pensás?
-Sí. O sea, elegí un camino ya.
-¿Y quién te asegura de que no volvés de ese camino?
-Yo.
-Yo no estoy segura de nada.
-Y sí, eso claramente te define como persona.
-Estoy segura de algunos pensamientos, pero mi pensamiento sobre mis pensamientos es inseguro.
-Ok, ok. Vos decís que podés estar segura de algo hoy pero que nadie te garantiza que esa seguridad un día se vaya y que resulte que te convertís en una maestra que trabaja de 9 a 1 y que después lava los platos, busca a los chicos al colegio y los putea porque dibujan en la mesa.
-No, no exageres. No se trata siempre de darse vuelta y mirar por donde miraban los omoplatos.
-No, bueno, exagero para que sea gráfico lo que quiero decir.
-Es que estamos hablando de cosas distintas. A ver si puedo ser clara.
-Te está costando últimamente.
-Bueno, me escuchás.
-Sí, dale, nena, dale nomás que yo tengo para unas copas más y, sabés, nada mejor que hablar con vos para acompañar este tinto.
-Digo que una cosa es que una cambie de opinión y otra es que una cambie.
-No, no. Lo tuyo hoy está demasiado confuso.
-Prestá atención y ayudame a pensar, en lugar de descalificarme.
-Bueno, te ayudo. Vos decís que se puede cambiar y que en ese cambio va a haber implícito un cambio de pensamiento. Sí, nada nuevo.
-Digo eso pero quiero decir algo más. Lo que intento explicar es que nuestras ideas tienen que ver con un contexto, con una realidad que hace al espacio, a la edad, sí, a la edad absolutamente, a nuestros cuerpos; tiene que ver con nuestras ganas, con nuestra capacidad de gustar.
-Sí, y entonces, cuando estés por el piso, arrugada, no le vas a gustar a nadie y eso te va a llevar a que quieras agarrarte del primero que te coja.
-O me va a llevar a cambiar las prioridades, el foco. Tal vez cuando todo eso pase, y pase obviamente por lo que vos decís, pero también porque esté cansada o porque mi espacio no sea el mismo, o porque la rebeldía se me haya vuelto en contra, entonces tal vez ahí mis ideas queden flacas, re anoréxicas.
-Pero no te vas a arrepentir. Porque un momento de la vida no es más importante que el otro. Si ahora estás bien así, entonces lo vivís como te sale, como lo sentís, y después, cuando seas más grande, verás qué hacés.
-Sí, sí. Eso parece simple. Lo que no termino de entender es si creemos en todo esto realmente o si somos unas cobardes que, como nos encanta el sexo, la conquista, caminar por donde sea, así nomás, sin explicar, porque no queremos explicar mucho, nos acomodamos al discurso que más nos conviene.
-¿Estás loca?
-No, me replanteo algunas cosas.
-¿Vos decís entonces que nuestra lucha porque no nos controlen, porque los hombres dejen de ponernos en un lugar de mujer florero, por ser independientes de pensamiento y libres sexuales, igual que son ellos, por romper con la estructura de relación que ya entendimos que no funciona, por querer ser, solamente, lo que somos sin molestar a nadie, es un verso que nos armamos para coger libremente?
-No, no sé, no estoy diciendo eso.
-Sí, te estás bajando. Te estás bajando por miedosa. Esa es tu cobardía. Te da miedo la soledad futura y entonces querés culparte por lo que pensás. Te aplaudo, che.
-Lo estás poniendo en un lugar que no es. Sólo me inquieta saber cómo lo voy a ver después. Porque los vínculos también importan. Y tal vez sí existe el amor, más allá de todo.
-Si nosotras no decimos que no existe el amor. Vos amás, yo envidio esa capacidad que tenés.
-Sí, yo amo. Pero lo arruino siempre porque enseguida veo ese camino monótono del que me resulta imposible zafar.
-Y entonces decidís. Lo importante sería que cuando tengas otra edad recuerdes por qué elegiste.
-Sos una cosa imposible. Se meten con tu apología a la soltería y saltás como un polvo contenido.
-Claro.
-Vos no soportás la idea de que yo me baje porque tenés miedo de quebrarte la pierna y no tener a nadie a quien llamar.
-No, yo no soporto que tengas un miedo propio de las mujeres de las que nos queremos separar. Te asusta el paso del tiempo porque te asusta perder tu cuerpo sensual y que ya nadie más esté al lado tuyo en una cama un domingo cualquiera. Y eso lo veo mal, muy mal en vos. Porque te creo mucho más que un cuerpo. ¿Vas a quedarte, entonces, todo un fin de semana al lado de alguien a quien no soportas tocar sólo porque esté ahí, calentando la cama? ¿Vas a bancarte que te cuestionen la cara con que saludas, el horario en el que llegás, tus pensamientos, tu humor, tus tiempos para el sexo, la lectura o lo que sea? ¿Vas a sostener, realmente sostendrías una relación terminada, como todas, por no ser una vieja soltera? Eso a mí me parece insoportable de pensar.
-No lo soportaría. No, definitivamente. De hecho no lo hago. Sólo que me da miedo dejar de ser quien soy hoy y arrepentirme del camino que elegí. Supongo que es razonable lo que me pasa.
-Ese riesgo lo asumiste el día que decidiste estar acá conmigo, tomando un vino, en jean, zapatillas, con el celular apagado y el delivery servido. Cuando viste que los celos son idiotas y les cerraste la puerta, cuando elegiste ser amante de primera hora porque crees en el sexo como fuente de placer y no como convención social de la que hay que cuidarse para ser una mujer respetada. Si crees realmente en algo, entonces te la tendrías que bancar. El problema es tuyo y de tus juegos mentales. Yo no puedo ayudarte. Sólo te recomendaría que frenes el dialogo interno y te asumas, limpiamente y no te juzgues en el futuro como a un ser desconocido. Fundamentalmente porque ni siquiera sabés si ese futuro va a existir.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Subconsciente

Foto tomada de la página de Margarita Sauvage

Llegué pasadas las once y antes de tocar timbre prendí un cigarrillo, con la intención de aspirar los nervios y hacerlos desaparecer. El hecho de llegar sola a un lugar nunca había sido problema para mí, pero ese día, la única persona a la que conocía era Lucio. Y Lucio me gustaba, me había vestido para él y eso, sabía, se iba a notar no bien cruzara la puerta.

Escuché sus pasos y enseguida descubrí el contorno de su cuerpo en la oscuridad, lo vi a través de la reja.

- Hola, Zoe -me saludó-, qué bueno que viniste.

No alcanzaba a ver su cara nítida pero reconocí su andar. Lucio caminaba como lo hacen las modelos: sacudía su pelo detrás de las orejas, dejando una estela a su paso. Cuando por fin lo tuve cerca, lo abracé y sentí su olor.

- Bienvenida, nena- susurró a mi oído.

Alejé mi cara de la suya y busqué su mirada.

- Ni loca me perdía de verte hoy.

- Pasá, estaba a punto de servir la comida.

Caminamos por un pasillo angosto. Seguí sus pasos, inspeccionándolo entero. Su jean se arqueaba a la altura de las rodillas; su espalda ancha y su pelo ondulado me seducían. “Estás lindo, como siempre”, quise decir, pero el silencio nos quedó más cómodo a los dos. El prefirió tomarme de la mano y girar de tanto en tanto para sondearme desde las piernas hasta los hombros, sin disimulo.

Cruzamos la puerta de entrada y una música todavía más presente que el murmullo de las veintipico de personas que estaban en el lugar, me ayudó a entrar segura de mí. Me paré unos instantes en el umbral, buscando la cara conocida que nunca encontré. Algunos giraron para verme y otros ni siquiera se tomaron la molestia de hacerme sentir observada.

- ¿Conozco a alguien?- le pregunté a Lucio que, distraído, me contestó que no, pero que me quería presentar a alguien muy importante.
- No me digas que está tu amigo de Turquía -me adelanté.
- Exacto. Llegó ayer. Vení.

Había estado en casa de Lucio una sola vez, en su cuarto, cuando lo conocí tiempo atrás. Después, nuestros encuentros fueron siempre en mis espacios, en mi cama, en mi sillón, en mi cocina. Intensos roces de piel ardiendo cada vez. Ya sin darme la mano, me indicó que lo siguiera, rodeando una mesa baja copada por botellas, cigarrillos y velas.

Su amigo era español. Había vivido diez años en Buenos Aires y ahí conoció a Lucio. Después viajó por el mundo y se fue a vivir a Turquía. Esos eran los únicos datos que tenía y sin embargo, cuando lo vi sentado en un sillón con el gesto marcado de intriga y calma supe enseguida que era él. Se llamaba Víctor. Nos miró y Lucio mintió con obviedad.

- Ella es Zoe, mi amiga preferida de la que te hablé.
- Gusto, Zoe, un placer conocerte- exclamó el español mientras tomaba impulso con su brazo derecho para levantarse.
- Gracias -le dije -. Para mí también es un placer conocer a la persona que tiene enamorada a este súper hombre.

Nos reímos todos y Lucio nos envolvió con un abrazo amistoso, con ínfulas cumpleañeras.

- Te la dejo un rato, cuidala –dijo.

En cualquier otro caso hubiera intentado demostrarme calma, santa, inteligente, profesional o de cualquier otra forma que me quitara de ese lugar de muchacha encamada en el que claramente habíamos quedado yo y mis blancas piernas largas.

Miré a Víctor, le sonreí y me senté a su lado, en el sillón. Medio minuto después estaba encendiendo el primero de los tantos cigarrillos que –sabía- iba a fumar esa noche, en aquel lugar.

- Lo bueno de esta música es que hace que la gente esté relajada, gozando un buen trago, disfrutando de una conversación- dijo Víctor en un claro intento por iniciar nuestro diálogo.

Yo le dije que sí, que Lucio era muy bueno para elegir música y ambientar los espacios. Le conté que nos habíamos conocido en un curso anual de fotografía.

Sin preguntar si quería o no, o si prefería otra cosa, llenó una copa de tinto y me la entregó. Deseándome salud.

- Sé de vos que viviste diez años en Buenos Aires y que viajaste mucho, tanto como para no tener acento.
- Es gracioso que a la gente le llame la atención eso. Pero es cierto. Hablo a mí modo, supongo.

Tenía los dientes blancos, pero blancos de verdad, y la cara morena, fina y varonil. Hacía ademanes, distintas muecas sin nacionalidad y se inclinaba hacia adelante, acomodándose sobre el sillón.

- Veo que sabés mucho de mí. Tal vez más de lo que quisiera, así que podrías ponerme en igualdad de condiciones- propuso, levantó una ceja y después el mentón, dándole paso a mi opinión.
- Podemos jugar a la entrevista, si querés, porque claramente no sabría por donde empezar.
- Eso es lo bueno. Tenemos toda nuestra vida para contar y es un desafío.
- ¿El saber contar?
- No, el descubrir, en una sola noche, si existe o no conexión entre nosotros.
- Qué interesante. ¿Cómo es eso?-pregunté.
- Claro. La conversación entre dos personas que no saben nada de la otra, a simple vista debería ser algo fácil. Porque se puede hablar de todo, nada está repetido. Pero la realidad es que puede ser un diálogo vacío, difícil, tenso.
- Es cierto, comparto –dije.
- ¿Tenés tiempo?
- No conozco a nadie más que a Lucio, que está de cumpleaños. Así que supongo que me queda la noche para intentarlo.
- Bien, entonces propongo que probemos una buena manera de romper con nuestro desconocimiento.

Acepté.

Lucio trajo unas cazuelas que a pesar del calor de diciembre sentaron bien. El aire acondicionado estaba haciendo su trabajo y las botellas vacías sobre la mesa se cerraban en una escena que me parecía elegante, cinematográfica.


Cuando estuvieron los dos delante mío, se me vino encima un pensamiento de chequeo consciente, bien consciente del que Lucio no dudó: se mordió simpático los labios y me estiró su mano, en un gesto de saludo amistoso.

Lucio me gustaba pero ya lo tenía. Conocía su olor, sus caras en la cama, cómo me miraba desde adentro; sabía de su voz a la mañana, cómo acariciaba. Se quedó unos minutos conversando animado sobre algunos resultados futbolísticos y se fue.


Víctor tenía los labios carnosos con los bordes marcados, como delineados sobre su cara oscura. Lucio se fue y yo me quedé y él se quedó y nos miramos, rápido nos mirábamos cambiando risas. Comenzamos a jugar un juego sencillo, el de siempre: la mano apoyada en el brazo ajeno buscando una atención que ya estaba ahí; la sonrisa de más, la lengua saliendo de la boca al aire, más, mucho más de lo necesario; la palabra confusa, la ceja levantada, la posición cruzada en el sillón, las rodillas que se rozan. Inevitablemente.

- Creo que haber cambiado de país tantas veces me hizo alguien de quien no puedo escapar, aunque quiera- reflexionó.
- Debe ser difícil enamorarse de vos - dije sin filtro.
- ¿Acaso estás proyectando, mujer?

Mi seducción estaba desatada. Acariciaba mi propio cuello y cambiaba las piernas de posición, separándolas despacio, deseando que la sombra que quedaba entre ellas le hiciera desviar la vista como a mí su boca me llevaba a escudriñarlo de reojo.

Sus palabras sonaban cada vez más graves. Víctor juagaba con la voz como yo con mi cuerpo, empujando mis hombros hacia adelante, mostrándole la firmeza de mis huesos, el brillo de mi piel que le ganaba a la oscuridad del ambiente.


- Mmm. Bueno, no, te estoy escuchando y al hacerlo intuyo que habrás roto más de un corazón-respondí.

- No creas. También puedo perder la cabeza.
- ¿Todavía? -dije y no pude evitar sonreír, a medias, dejando entrever que eso me daba esperanzas.
- Siempre se puede perder la cabeza. Sólo hace falta alguien capaz de desafiar.

Cuando iba a contestarle, puso un dedo en mi boca y se acercó con los ojos inyectados, rojos, húmedos. Me miró fuerte, como penetrándome y deslizó su mano por mi cuello hasta la altura del pecho. Susurró:

- Si seguís moviendo así las piernas voy a tener que morderlas, en este momento.
- Puedo moverlas todavía más-, le contesté.
- Esto tienen las mujeres argentinas. Sos sensual, si no estuviera toda esta gente acá al rededor, te quitaría los zapatos y la blusa.
- Mmm. Esa es una fantasía tentadora -le contesté sin mirarlo y él, abandonando su posición avasallante, se acomodó sobre el sillón y rellenó las copas ya marcadas de un violeta seco. Solamente dijo:
- Quisiera quitarte de un beso las manchas que dejó el vino en tu boca. Definitivamente esta es una ciudad de la que no se puede volver.

Lo más íntimo de mi cuerpo empezaba a latir.

- O una ciudad de la que hay que irse, si se quiere volver-, deslicé.

Víctor se apoyó en el respaldo del sillón y quedamos en silencio.

- Lo digo porque Buenos Aires puede consumirte con todas sus propuestas - intenté absurdamente poner blanco sobre negro.
- Lo sé. Sé por qué lo decís y estoy de acuerdo, supongo.

Hablaba con la mirada pedida sobre la mesa y fumaba. Uno y otro, sin espacio quieto. Yo quería disimular la intensidad que me provocaba, quería contarle algo liviano, un estornudo de ideas fáciles, divertidas. Pero no pude. Su olor me llegaba con el humo de las velas y me envolvía como un deseo fervoroso por entrar. Le miraba las manos acercando el cigarrillo a su boca, contemplaba la decisión lenta con que tomaba su copa y sentía la necesidad de que me recorriera con sus dedos.

No sabía qué decir. Quería pararme, intenté hacerlo reír, cambié de posición, abandoné mi estado seductor. Le pregunté detalles de su viaje y su silencio me dibujó el retrato de una Turquía antigua. Estaba empezando a resignarme a su desaparición y quise decírselo, hacerle saber que no entendía su actitud repentina y hasta le hubiera pedido disculpas si lo había molestado con algo, si había prendido algún recuerdo incómodo.

Estábamos en medio de esa confusión cuando pareció Lucio con dos vasos llenos de limones y un líquido rojo. Se agachó para acercarnos los tragos, hablando rapidísimo. Lo interrumpí:

- El baño es por allá, ¿no?
- Sí, la puerta de al lado de la biblioteca, Zoe –dijo encantador.

Intenté pararme, con la idea final de encerrarme en el baño, cuando Víctor me puso con su mano apretada sobre mi muslo, bien cerca de mis caderas.

- ¿Lucio, qué tanto te gusta esta chica?-, le preguntó a su amigo.
- Lo suficiente como para entender que no te puedas resistir a ella-. Dijo Lucio y se fue.

Busqué la mano de Víctor para sacarla de encima mío y cuando la tuve, calurosa, debajo de mi palma, sentí sus labios mojarse sobre mi cuello, lo vi moverse hacia mí, lento, decidido.

Y yo quieta. Esperándolo.

Subió despacio mi pollera y con la mano escondida en la tela corrió la bombacha para rozarme con la yema de sus dedos.

Sentí la humedad de su boca sobre mis labios; sentí que me quedaba sin aire, que quería respirar más fuerte. El olor que lo rodeaba me abrazaba y no podía evitar balancearme, despacio, torneando mi cintura, separando mis piernas.

- No creo poder evitarte, pero tampoco creo que este sea el mejor lugar -pude decir esas palabras a su oído, mirando la escena que nos rodeaba.

Me pareció increíble notar que el resto de los sillones había quedado vacío. Durante el tiempo que estuvimos hablando, la casa de Lucio se había convertido en una fiesta. La gente estaba parada, algunos bailaban imbuidos en el sonido de unos tambores: bajaban hasta el piso moviéndose de lado a lado, con los ojos cerrados y los brazos mezclados. Y se besaban, los hombres y las mujeres en el cumpleaños de Lucio se besaban sin ocultar sus lenguas ni sus cuerpos.

El aire ya no fluía, una nube de humo condensaba la atmósfera. Víctor acercó su pecho al mío de a poco, sin sacar su mano de mi sexo, moviendo la bombacha para rozarme, despacio, con el elástico de los bordes.

“Nadie nos ve”, dijo. “Creo que puedo llevarte a un lugar más cómodo”, intenté persuadirlo de ir al cuarto pero no me hizo caso. Víctor agarró mi mano y la deslizó entrelazada con la suya por mi cuerpo. Juntos acariciamos mi panza, mis caderas, mi vientre. Me tocó con mi mano y con la suya, con todos nuestros dedos mezclados.

La música desapareció de mi percepción, las voces no sonaban ni como ecos lejanos. Lo busqué con mi mano libre pero apenas pude rozarlo. Prefirió tomarme de la muñeca y pedirme que me acariciara las tetas. “Tocate para mí”, susurró sin detener el movimiento que ejercía con sus dedos. Yo me balanceaba, me movía cada vez más desarmada. Me excitaba sentir su mano y la mía entre mis piernas, y mi propia caricia sobre los pezones duros. Estaba envuelta en su olor, en esas palabras intensas que no dejaba de entonar cortando el espacio, casi sin aire: “No puedo sacar mis manos de encima tuyo”.

“Estoy muy excitada, dejame tocarte”, le imploré y él accedió: “Haceme sentir todo lo que estás sintiendo, mujer”.

Tuve el impulso de bajar con mis labios y abrir su ropa en un gemir. Con la mano que acariciaba mis pechos le rocé su bulto, primero despacio, después más firme. Y subí. Llevé mi mano hasta la punta de su sexo y lo apreté con toda la pasión que guardaba.

Lo acaricié poco, muy poco, y el me elevó más y más. Le rogué, le supliqué que entrara en mí, que colmara mi espacio, y cuando finalmente lo hizo, cuando me atravesó con contundencia desde arriba de mi cuerpo, vacié mi sed como un aura que deja su materia. Y le dije:

-Esto fue hermoso, Lucio.

viernes, 12 de septiembre de 2008

Tengo miedo

Ocho de la mañana. Frio. Mucho frio y gente, a montones. En el tren escuché la siguiente conversación entre dos hombres que no pasaban los 40 años y que, sin dudas y sin saberlo, montaron con su voz queda una parodia de ellos mismos que no dio gracia. Sino, al menos a mí, un poquito de miedo.

- Entonces tuvimos que reacomodar el living. Levantamos una pared y amontonamos los muebles que quedaron bien, la verdad es que quedó bien la reforma.
- Qué bien.
- Sí. Bárbaro. El cuarto para los chicos es bastante grande.
- …
- Por suerte dentro de poco nos vamos de vacaciones. Pero unas buenas vacaciones, no solo un fin de semana, yo estoy muy cansado ya.
- Qué bien. ¿Dónde van?
- A Villa Gesell.
- Qué bien. ¿Se van ahora y el verano lo pasan acá en Buenos Aires?
- Mirá, los últimos cinco años nos fuimos en diciembre porque mi mamá alquila el departamento de Gesell.
-Qué bien.
- …
- …
- Si.
- Yo hace dos años que no hago unas buenas vacaciones.
- ¿Dónde fuiste por última vez?
- A Brasil… una semanita.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Ella sonrió


Cuando las ruedas golpearon contra el asfalto, ella sonrió. Abrió los ojos, empolvó su cuello y vio a su alrededor sin mirar. El aire húmedo de Buenos Aires la salpicó de sudor, su pelo rubio brilló bajo el reflejo del sol y sintió nervios. Bajó la escalera. Buscó su equipaje. Salió y tomó un taxi.

La ciudad pasaba como rebobinada frente a ella que miraba su boca pálida a través de la ventanilla sucia del auto.

Todavía falta un tiempo para que todo este amor empiece a desandar. Atrás fue distinto, antes no lo sentí. Seguramente pase lo de siempre, pero está vez será como nunca porque yo, a esta altura, ya no soy la que fui.

- En el próximo semáforo a la derecha y tomamos la avenida unas treinta cuadras, por favor.

Pero esta vez voy a hacer que sea especial. Tal vez cambiando yo... Dónde dejé el regalo. Las medias rojas, estarán guardadas. Estos nervios significan. Cuando vea el regalo. Unas pastas con brócoli. Y si me dice que no. No, va a estar bien. Con la pollera azul. Me acuerdo de aquella noche en el hotel, por nuestro primer aniversario. Las velas las venden en frente, perfecto, que sean blancas para iluminar la escalera. Vino. Voy a comprar una blusa. Mejor champagne. Medio transparente, como con encaje. O unas copas de vino y lo sorprendo con la propuesta y ahí sí champagne.

- No, perdón, todavía faltan diez cuadras. En el semáforo de Tres de Febrero a la izquierda, por favor.

Ay. Suspiro desde que pasé por ese negocio. Estoy tan loca, lo que voy a hacer es de novela. Carla tiene razón, después de la conversación que tuvimos, con todo lo que me dijo, por la forma en que se expresó, no puede negarse. No. No lo puedo creer. Voy a tener que ir hasta el centro comercial. Ropa interior, cómo me olvidé de ese detalle. Tiene que estar todo perfecto. Ay, este miedo. El fue siempre tan libre, tan valiente para decidir por su vida, a la vanguardia de su convicción. Pero soy una idiota, todos los días me demuestra... ¿Y si es mentira lo que dice? Basta. Lo dice en serio, si lo veo en sus ojos tengo que confiar, es mi intuición.

- Sí, en este semáforo. Hacemos dos cuadras por esta calle y giramos a la izquierda otras diez cuadras, yo le aviso.

Relajó la cabeza sobre el respaldo del asiento y estiró las piernas hacia un costado.

En Los Angeles puede ser que consiga. Aceite hay, crema también. Velas compro en frente, me falta el vino y la ropa interior. Algo sensual pero nada demasiado osado. Sí, en Los Angeles. Es como dice Carla, por fin me pasa. Y sin perder la esencia. Porque esto también es osado. Cando lo contemos, qué arriesgada, qué especial. También para amar. El está igual que yo. Nos encontramos y acá estamos los dos. Si como, me van a caer mal los nervios. Sigo siendo yo. Está bien, no lo consulto más porque él se merece que no lo hable, que lo haga y que el universo quede afuera. Ese universo que tanto denostamos los dos, sabe lo mismo que yo. El sabe que la llegada está en el lugar del que todos largaron, cuando salieron a buscar lo que jamás encontrarán porque lo olvidaron en seguida, no bien pasaron los veinte. Qué tiene que ver.

-Acá giramos a la derecha. Es en la cuadra que viene. Señor, ¿cómo es su nombre? Hugo, sepa que usted está por dejar en la puerta de su casa a alguien a punto de dejar atrás una parálisis que la tuvo renga durante muchos años.
-Gracias. Sólo hay que ser un poco más mediocre de lo que uno sueña, y menos de lo que le sale con facilidad. Adelante del auto blanco está bien. Gracias.

La tarde empezaba a descansar sobre el ocaso. Los árboles parados sobre las veredas parecían acostumbrados al destino que se les había impuesto sin permiso. Ella vio la entrada de su casa y, otra vez, como arriba del avión, sonrió. Recordó el aspecto lúgubre que solía tener esa fachada hasta hacía poco tiempo, hasta antes de él, y volvió a sonreír.

Abrió la primera puerta y frente al pasillo tomó aire, llenó su cuerpo con el aroma a jazmines que navegaba por su vientre. Con su maleta cargada de deseos y desdeñada de pasado, caminó como quieta, deslizando hasta la puerta de entrada.

El sonido la irguió, los nervios se ajustaron todavía más fuertes a la boca de su estómago. Ya no sonrió: se emocionó de felicidad.

El lo sabía y acá está. Lo amo, lo amo con todo lo que fui, con toda mi fantasía.

Se detuvo sólo un instante, dejó rodar una lágrima y sintió el impulso de guardarla como a un recuerdo de bautismo. Pero la gota se escabulló por su cuello. Giró la llave despacio y lo encontró ahí, del otro lado de la puerta. De frente a ella, sosteniendo una copa y un cigarrillo, con un gesto al que nunca más pudo olvidar. Detrás de él, sobre el sillón de terciopelo bordó, yacía el cuerpo desnudo de una niña con piel virgen, labios gruesos y gesto de desesperación.