jueves, 19 de febrero de 2009

Primeros pasos

Esa tarde entré al colegio y como todas las otras tardes que cruzaba el portón verde de dos hojas, lo busqué. Por disposición de las autoridades de la escuela católica, la pollera escocesa del uniforme llegaba hasta mis rodillas, pero yo la enrollaba por la cintura, con dos vueltas, y así dejaba mis piernas más descubiertas.

Juan era tímido. Tenía el pelo rubio, la voz cerrada, y jugaba al rugby mejor que todos los demás. Era un chico en el cuerpo de un hombre. Atractivo. Se enojaba conmigo por los modales con los que contestaba a las maestras. “No seas antipática”, me decía. Y yo: “Shh, dale, haceme masajes que esta clase me aburre. Cinco minutos vos y después te hago yo”. Éramos amigos. Jugábamos a un juego de ingenio con números en el que él siempre perdía (o me dejaba ganar) y yo lo burlaba. Hasta me había hecho una tabla para registrar mis victorias.

Lo distraía, lo buscaba, lo peleaba, le preguntaba por chicas y él se sonrojaba.
- ¿Te gusta Paz, por ejemplo? -lo increpaba.
- No, nada que ver -respondía.
- Candela, entonces. Seguro que te gusta Candela.
- No, nena, no te voy a decir quién me gusta -intentaba cerrar el diálogo y yo le aseguraba que lo iba a averiguar. Esa escena terminaba siempre igual: él se mordía los labios gruesos y apretaba mi cachete rosado con toda la ternura que habitaba en sus manos toscas.

A mí me iba mal, muy mal, y a él, bien. Las profesoras lo amaban porque era educado y dulce. Juan era sobre todo inocente y humilde, incluso a pesar de él. A la mañana jugábamos a ese juego de números, charlábamos, y por la tarde nos separaban nuestros distintos niveles de inglés.

Yo me escapaba del aula y corría a golpear la ventana de su clase, que estaba en el segundo piso. Le hacía muecas para que saliera pero él se ponía nervioso y me devolvía la seña moviendo las manos, indicando que me fuera. Yo insistía un rato, pero nunca lograba sacarlo. Entonces hacía dibujos, escribía insultos con letras enormes, dobles, y las pegaba en la ventana. Finalmente desistía y volvía para estudiar inglés.

- Te va a servir para cuando seas grande -me decía.
- Callate, Juan, no me va a hacer falta saber inglés para ser feliz. En cambio vos, que le tenés miedo a todo, vas a ser un esclavo-. Él nunca se enojaba. Yo le decía cosas, que teníamos que escaparnos y cruzar el Río de la Plata nadando porque en Uruguay los colegios eran de una sola escolaridad; que había besado a tantos hombres que ya me había aburrido y que entonces no iba a besar a ninguno más porque gustar de alguien arruinaba las ideas importantes; le decía que era cuestión de querer, que me acompañara, que podíamos escaparnos por la hendija del portón verde y, por ejemplo, ir al cine o a ver películas a su casa, que su mamá nunca estaba . Pero él no se animaba, repetía la caricia a mis cachetes. Y yo dejaba de hablar: “¿Me hacés masajes? Cinco minutos y después te hago yo”. Ese era nuestro único trato.

Aquella tarde entré al colegio, atravesé el patio y no lo vi. Sonó el timbre que indicaba que teníamos que ir a las aulas y me escondí en el baño. Cuando el bullicio se apagó por completo y las paredes soltaron su tensión, salí despacio, cuidándome de que nadie me descubriera y subí al segundo piso. Me asomé por la ventana. Estaba ahí. Tenía la cabeza apoyada en sus manos, con el gesto del que piensa. Golpeé el vidrio y giró. Si estaba serio, cuando me vio se puso más drástico aún. “Vení”, le pedí yo, con señas. Y él negó con la cabeza. “Dale, un segundo”, le supliqué, mostrándole mi dedo índice levantado, tapado por la palma de mi otra mano. Después de un rato de insistirle, finalmente pidió permiso y cruzó la puerta.

- No me gusta que me vengas a buscar -dijo y yo me entristecí, pensé que se había cansado de mí, que quería dejar de ser mi amigo. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que nada. Insistí.

- Dale, Juan. ¿Por qué entraste al aula antes de que sonara el timbre? -. Hizo silencio unos segundos que se me hicieron eternos y, ante mi mirada inquisidora, contestó.

- Porque no te quiero ver más.

Mi cara de intriga se transformó en odio. Lo miré detestándolo y rogándole a la vez que no fuera cierto. No pude contener mis lágrimas y lo insulté. Le dije que era una mala persona, un miedoso, que todo le daba terror y que seguro no quería estar más cerca mío porque no me querían en el colegio, para que no se la agarraran con él. Le dije que igual no me importaba, que no lo necesitaba, pero que esa no era la forma de decírmelo. No se lo iba a perdonar nunca.

Tragó saliva, me agarró del hombro y me llevó hasta la escalera. Yo sequé mis lágrimas de debilidad, doblé una pierna y apoyé el pie contra la pared, haciéndome la superada.

- ¿Qué me mirás? -. Hubo silencio, odio, presión, triseza.
- ¿Qué? ¿Qué te pasa, Juan? -le insistí, peleadora.
- Que te quiero –dijo finalmente, seco, como deshaciéndose de un peso moral.
- Qué novedad –lo desacredité y él, sin mirarme, siguió hablando.
- No entendés, te quiero de verdad.

Yo insistí en que eso ya lo sabía y que él también sabía que yo lo quería, que era mi persona preferida. Juan revoleaba los ojos para todos lados y yo lo miraba desafiante, hasta que finalmente me dijo:

- No entendés, yo te quiero de verdad y quiero darte un beso, todos mis besos, pero vos ya te cansaste de besar.

Juan se tapó la cara con su mano torpe. Yo quedé muda, me sonrojé, tragué saliva y mi corazón entró en una carrera a tanta velocidad que pensé que me iba a llevar en andas. Sentí que el colegio se había trasladado a otro mundo, nos olvidamos de los libros, de que estábamos escondidos en plena hora de inglés, y ninguno dijo nada. Por un rato.

Entonces tomé su mano, la quité de su cara y la llevé hasta mi cintura. Él se inquietó y yo bajé la mirada, tanto, que mordí mi cuello con la pera. Le pedí que me besara. El preguntó si era en serio que se lo decía y antes de que terminara de argumentar que no era su intención hacerme pasar por esa situación, me puse en puntas de pie, me impulsé agarrada de sus hombros y lo besé. Y él me besó, encantador.

Tocó mis piernas, desenrolló mi pollera y me dijo que me iba a cuidar toda la vida. Y yo, que no iba a besar a nadie más. Tal vez hayan sido esas nuestras primeras promesas sin cumplir.